Desde niño mostró una habilidad sobresaliente para usar los cubiertos. Cuando otros buscaban excepciones y se apresuraban a comer con los dedos, él cortaba con precisión cada parte de la carne, con un conocimiento instintivo de la anatomía del animal. Sabía apartar cuidadosamente el nervio de los filetes de ternera, separar el cartílago y extraer fíbula y fúrcula del pollo, limpiar los muslos del pavo, que quedaban convertidos en una flor de hueso. Realizaba estas operaciones rápida y eficazmente, sin desperdiciar una brizna de carne. No obstante, lo que llamaba la atención de los demás, y los movía a admiradas felicitaciones, era cómo limpiaba el pescado. Seguía delicadamente el dibujo de las espinas, en un perfecto orden, y extraía bocados limpios que masticaba con confianza. Era fácil con el dócil lenguado, o la predecible dorada. Los peces de río requerían más atención, como los traicioneros barbos o las carpas, plagados de espinas que apuntaban desde el interior de las tajadas como una empalizada.

Así, con cinco o seis años, dejaban que limpiara los grandes pescados de las comidas familiares, que dividía en perfectas porciones. Con orgullo, limpiaba el pescado de algún comensal más torpe, al que le devolvía el plato con apetitosos filetes, limpios y sin menoscabo. Limpiaba a veces tres o cuatro piezas antes de acometer la suya, que se comía rápidamente, consumiendo la piel tostada, reservando para sí los cortes de más dificultad.

«¡Podría ser cirujano!», decían. Pero el niño ya había ordenado sus habilidades y confiaba en otras para su vida, aunque disfrutara de la cada vez más queda curiosidad que producía su talento menor. «Anda, limpia el cordero». «¿Cortas tú la piña?» «¡Qué alegría comerse así el buey de mar, todo limpio en el caparazón!». Ya mayor, si alguna vez se quedaba solo, horneaba un conejo, o un pollo, y se lo comía con los dedos, a grandes mordiscos, e incluso en esa renuncia, en ese descanso, sabía qué huesos cederían blandos a sus dientes, y en qué escondites quedaban reservas de carne de mucho sabor, o un último bocado cuando aparentemente sólo quedaban huesos, y dónde aplicar fuerza para que los huesos casi se desvanecieran.

Cogió al bebé en brazos y se acercó al supermercado del barrio. Compró dos merluzas congeladas de 750 gramos, sal de ajo, tomillo y una barra de mantequilla con sal. Al volver a casa, aseguró al niño en la trona y metió una merluza en el microondas, en la intensidad de descongelar, diez minutos. El plato estaba caliente. Colocó la merluza en la encimera, practicó un corte en el centro y dos debajo de los costados, y el pescado se abrió como un abanico. Arrancó un resto de víscera. Con la sartén sobre fuego fuerte, disolvió una lasca de mantequilla y puso encima la merluza. Cuando estuvo bien hecha, extrajo la mitad, la desmenuzó con algunos cortes rápidos en zigzag, y la depositó en un pequeño cuenco de silicona. Colocó el cuenco en la bandeja de la trona, y se alejó buscando el móvil.

* Abogado