Con las pesetas que junté el día de mi primera comunión me compré un cromo de los grandes de Quincoces, que jugaba de defensa en el Alavés. Una estampa nada religiosa pero sí propia de una afición, el fútbol, que ha formado parte de nuestra formación y entrenamiento como personas, que cuando niños nos dedicábamos a coleccionar álbumes con las caras de todos los futbolistas de Primera División y a jugar a la pelota todas las tardes de nuestra vida. Antes de los móviles y de las redes sociales, cuando estábamos delgados y secos. Ahora que el Córdoba ha pasado en seis años de Primera a Cuarta división, se ha quedado sin ciudad deportiva, estamos jugando la Eurocopa y algunos grandes escritores publican novelas sobre ese deporte he paseado por ese nuevo Ciudad Jardín, al lado de la autovía, lleno de pisos por vender. Y he visto cómo aquellos andurriales casi descampados de las pistas de tenis de El Cordobés, donde nos despertábamos casi todas las mañanas moviendo las raquetas, ahora es una zona entre comercial, gastronómica y deportiva, llena de jóvenes jugando al fútbol sobre un verde y atractivo césped. Que sólo piensan en esos momentos en hacer deporte y ganar el partido. La mejor solución a una tarde en la que la cabeza mezclaba muchas más opciones.

Y se me han venido encima aquellos encuentros en campos de tierra, donde si te caías las rodillas te avisaban con la sangre de que había que tener cuidado. Aunque fueran estadios oficiales, como el San Eulogio del Campo de la Verdad donde los Rojos ‘66 lucíamos camiseta de ese color, no sé si por estética o por protesta. Una plancha en mi pie izquierdo -afortunadamente no me corrigieron en los pies ser zurdo- me rompió el dedo gordo, que me curaron en el Hospital de Agudos, actual Facultad de Filosofía y Letras. La mayoría no jugábamos bien, pero corríamos detrás de la pelota, o la parábamos, que a los malos nos ponían casi siempre de porteros. Sobre todo en la Ermita de mi pueblo, Villaralto, un campo de tierra que se llenaba de vida después de la escuela, con los chiquillos jugando al fútbol o haciendo bolas de piedra, y las mujeres con sus cántaros en la cabeza después de haberlos llenado de agua en el pozo Los Bueyes.

Hago ahora recuento y me doy cuenta de que sin ser ni auténtico aficionado, ni mucho menos buen jugador, las tardes de mi niñez y primera juventud han estado ocupadas por el fútbol. O en los patios de recreo, o en las minas de la calle Rosales de mi pueblo, donde echábamos partidos de calle contra calle y nos jugábamos trofeos que nos hacían en una carpintería. O en La Fábrica, que he ido a verla estos días, donde jugaba con mi amigo Paco Torrico en un campo muy chico. Casi todo se ha convertido en una frondosa higuera de miles de pájaros donde sobresale la arquitectura de aquel edificio en el que la harina convertía la calle Real en el bendito camino del pueblo hacia su industria. Es la explicación de los juegos de la mayoría de las tardes de nuestra vida, que también compartían nombre de pitila, Sevilla eléctrica, la piola, el pinchote, la cadena o la bola la corría. Por eso cuando el fútbol se convierte casi en el secreto de un negocio, en las ganas de invertir de los árabes o de Florentino Pérez, los que sentimos el fútbol como los niños nos vemos de otra galaxia. Como el cordobesismo y las bufandas blanquiverdes de los aficionados que han vivido las tardes de los domingos con el olor a ovas, a las algas verdes del cercano Guadalquivir, donde Cayetano Re, Josu Ortuondo, Escalante o Perico Campos le pusieron empeño, pundonor y pasión a los colores del Córdoba, aunque el ambiente no fuese de Primera División. Como una nación entera, España por ejemplo, se puso de acuerdo en aplaudir el color de su selección, La Roja, que en este siglo ha sabido hacer de intermediaria con sus triunfos en el Mundial de 2010 y sus eurocopas de 2008 y 2012. El del fútbol puede ser un mundo tan inocente como las tardes de la niñez y tan canalla como los negocios sucios de empresarios tramposos. Y a veces, casi tan incomprensible como los sueldos sin límite de futbolistas de élite. Pero tan atractivo y necesario como un Barça-Madrid en el Kariba de Pedro José o en el Versus de Dani. Con el Córdoba hemos subido en avión hasta la Barcelona del Noucamp de Messi en la Copa del Rey y bajado a esos campos casi de rastrojos de la Cuarta División. Y con aquel celebrado Mundialito de Los Pedroches recorrimos con el fútbol domingos por la tarde de ensueño.