Todos los hijos hemos tenido, llegado el momento, y metafóricamente hablando, que ‘matar al padre’. La mayoría de nosotros, en mayor o menor medida, y en muchos casos por la simple inercia del cambio de los tiempos, nos hemos construido como sujetos individuales negando en gran medida a quienes nos precedieron, por mucho que en el fondo, y a la larga, quede en nosotros una huella inevitable de quienes fueron nuestros referentes masculinos más cercanos. Todo ello con independencia de que, junto a padres amorosos y ejemplares, haya habido una amplia fratría que de diligentes y buenos padres de familia solo han tenido la etiqueta que misógino les otorgaba el Código civil. He pensado mucho en esta tensión, que yo ahora estoy viviendo desde la doble experiencia que supone ser hijo de un abuelo y padre de un hombrecito que acaba de llegar a la mayoría de edad, al contemplar la polémica generada por la campaña lanzada por nuestro Ayuntamiento con motivo del 25N. Una campaña que, con independencia de que nos gustase más o menos, se atrevía a poner el foco en la raíz de la violencia, es decir, en la masculinidad que la sostiene y en una cultura, la machista, de la que los hombres somos fieles escuderos a la vez que beneficiarios. Esa debería ser precisamente la línea que deberían seguir todas las campañas de prevención, quizás demasiado centradas en los últimos años en las dramáticas situaciones que viven las víctimas y en las que apenas han sido visibles las responsabilidades masculinas. Las específicas, que son las que deben asumir personal y directamente los maltratadores, y las más generales, las que no incumben a todos en cuanto parte de una estructura de poder, cómplices de una mandato de virilidad que hace que cada uno de nosotros, en mayor o menor medida, contribuyamos a la reproducción de un estado de cosas que, hoy por hoy, nos sigue privilegiando. De ahí que cualquier intento o propuesta de superación de ese modelo, que es el que nos mantiene en el púlpito, levante todo tipo de ampollas entre aquellos que se resisten a perder su estatus de dominio y entre quienes, por una especie de pereza interesada, se niegan a asumir un pensamiento más complejo mediante el que analizar la realidad con perspectiva de género. O sea, teniendo presentes las relaciones jerárquicas que nos siguen colocando a mujeres y hombres en esferas separadas y que amparan la subordinación que ellas sufren en todo el planeta.

Desde esta perspectiva, a nadie nos debería pues extrañar que ningún niño quiera ser como un padre maltratador, como también deberían ser evidentes, o deberían serlo, los efectos que las violencias machista producen en los y las menores de edad. De lo ahí acertado de una campaña que el Ayuntamiento no debería haber retirado ante el ruido provocado por quienes tal vez se sienten incómodos ante un espejo que les devuelve una imagen de sí mismos que no quieren ver. A estas alturas, nuestros representantes, además de ser muy escrupulosos con el dinero que invierten en actividades de sensibilización, y que en este caso se ha ido por el desagüe al retirar la campaña, deberían haber asumido que solo desde la interpelación y la generación de incomodidad a los hombres es posible avanzar hacia sociedades más igualitarias. Una sociedades en las que ojalá nuestros hijos hayan dejado de parecerse a nosotros en lo que respecta al machismo que todos sin excepción, yo el primero, llevamos en la mochila. Simplemente con que cada hijo sea capaz de soltar algo de ese lastre heredado, estaríamos dando un paso significativo hacia el horizonte de unas sociedades en las que el sexo no sea determinante del efectivo estatuto de ciudadanía. Esa es la esperanza para la que muchas mujeres y algunos hombres trabajamos. Un mundo en el que nuestros hijos se parezcan cada vez menos al patriarca que heredamos de nuestros padres y abuelos.