Primero fue la plegaria del Papa, rezada en todas las iglesias al finalizar cada eucaristía, que se iniciaba con este pórtico filial: «En la dramática situación actual, llena de sufrimientos y angustias que oprimen al mundo entero, acudimos a ti, Madre de Dios y Madre nuestra, y buscamos refugio bajo tu protección. Oh Virgen María, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos en esta pandemia de coronavirus y consuela a los que se encuentran confundidos y lloran por la pérdida de sus seres queridos, a veces sepultados de un modo que hiere el alma». Luego, la misa de Francisco, cada día, a las siete de la mañana, en su capilla de Santa Marta. Y como broche final de mayo, el rezo del rosario ante la gruta de la Virgen, en los jardines vaticanos. La esperanza ardiente de la Iglesia ante el dolor y el llanto, el desconcierto y la desolación, que se ha elevado como una columna de alabastro a las alturas. Ahora llega el escalofrío de los desastres sociales que se están desencadenando, la destrucción de la economía y de puestos de trabajo, las pobrezas y miserias múltiples, los impactos y las heridas que deja, principalmente en las familias, una verdadera ruina cuyas consecuencias inimaginables, veremos desgraciadamente en el futuro. Y esa caravana de víctimas que ya se forma ante nuestras miradas atónitas: los pobres y los descartados, los ancianos y los que sufren la soledad, muchas familias destrozadas y a veces rotas que se ven impotentes ante urgencias primarias. Junto al panorama social, no podemos soslayar ni dejar a un lado, el paisaje político. Hasta ahora no habíamos sufrido en España una ideología extrema en el gobierno. Pero sí nos hemos permitido vivir en un extremo relativismo moral, en una pérdida creciente de referencias permanentes y en una creciente socialización de la nada. Y ahora,súbitamente, casi sin darnos cuenta, nos ha invadido un nuevo tsunami, una crisis terrible: La «crisis de la verdad». Huimos de la verdad como de la peste en casi todos los ámbitos de la vida. Con descaro y alevosía, se miente y se nos miente, a plena luz, a todo volumen. Y al no ocurrir nada, tenemos la sensación de un cierto envilecimiento, del que ya nos hablaba con dureza extrema Charles Péguy: «El mundo moderno envilece. Envilece la ciudad; envilece al hombre. Envilece el amor; envilece a la mujer. Envilece la raza, envilece al niño. Envilece la nación: envilece la familia. Ha logrado envilecer lo que quizá es más difícil de envilecer en el mundo: envilece la muerte». Las palabras de Péguy se convierten en un clamor que nos golpea las sienes y el alma. La mentira, presentada como verdad, envilece no sólo al que la propaga sino qie nos envilece a todos. Si con nobleza de espiritu, nos preguntamos cuál es la causa de esta «crisis de la verdad», fácilmente encontraríamos la respuesta: La incomparecencia de nuestras convicciones más profundas, durante demasiado tiempo, en el ámbito cultural, político, económico y social constituye una de las causas de esta situación en Europa y en España. Hoy hay que saber sembrar más que recolectar, hay que saber reaccionar y decir, más que callar. Hay que saber resistir más que adaptarse y aceptar la moda dominante. De lo contrario, se abrirá siempre ante nosotros una puerta de salida que bien podríamos titular «la puerta de los brazos cruzados», que nos sumiría en una terrible situación: acrecentar la gravedad de los problemas, en demasiadas ocasiones, con nuestro silencio cómplice. Afortunadamente, siempre poder remediarlo. Me gustaría evocar algunas estrofas del famoso poema escrito por K. O’Meara, durante la epidemia de peste en 1800, que comenzaba así: «Y la gente se quedó en casa. Y leyó libros y escuchó. Y descansó y se ejercitó. E hizo arte y jugó. Y aprendió nuevas formas de ser. Y se detuvo». Luego, prosigue ofreciéndonos actitudes de aquellas gentes: «Y escuchó más profundamente. Alguno meditaba. Alguno rezaba. Alguno bailaba. Alguno se encontró con su propia sombra. Y la gente empezó a pensar de forma diferente». A continuación, llega el milagro: «Y la gente se curó. Y en ausencia de personas que viven de manera ignorante. Peligrosos. Sin sentido y sin corazón. Incluso la tierra comenzó a sanar». La última estrofa nos abre a una nueva esperanza: «Y cuando el peligro terminó. Y la gente se encontró de nuevo. Lloraron por los muertos. Y tomaron nuevas decisiones. Y soñaron nuevas visiones. Y crearon nuevas formas de vida. Y sanaron la tierra completamente. Tal y como ellos fueron curados». Magnífico poema, espléndida lección.

* Sacerdote y periodista