Se llama Mario y nació en el pasado mes de abril, (¿lo adjetivamos de mes extravagante?). Por supuesto Mario está lleno de alegría y de vida.

Esta circunstancia me da pie para considerar y deliberar sobre nuestra capacidad para celebrar la vida. Ya verán cómo en un tiempo relativamente breve volveremos a mirarla con la misma agitación de hace unas semanas. Y estoy segura de que cada cual buscará su mejor recurso, a pesar de todos los pesares, para rememorar de otra manera el tiempo pasado. «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota...».

En realidad, todo es una prueba, un ensayo-error conducente a una clara finalidad, la de ser felices. Lo que defiende nuestra memoria y lo que derrochamos en nuestras elecciones cotidianas están enfocados a sentirnos bien, a nuestro mayor bienestar. Sabemos, porque lo hemos experimentado, que nada es tan poderoso, ni el amor ni el dolor, como para que se lleve nuestra alma.

Es ahora cuando tiene más sentido que otras veces el celebrar la vida.

Podemos mirarlo como una frivolidad de nuestra propia naturaleza, pero menos mal que es así. No deja de ser una suerte de nuestra especie, el hecho de que las palabras renacer, resurgir, reconstruir y otras similares, formen parte del regalo de la vida. Incluso cuando se ha conocido su crueldad. Incluso cuando nos encierra en inseguridades o nos abate con incertidumbres. Aún así, seguimos dando zancadas, a veces a trompicones, pero siempre arrostrando nuestro pasado y expectantes ante lo que viene.

Porque no me negarán que la gente no se ha arremangado. La gente no sabe de agachadas, esta palabra tan descriptiva de nuestros muy bien hablados hermanos americanos.

Y no me refiero solo a la gente que ahora consideramos héroes, que lo son, sino a la gente que hemos visto cargada de solidaridad y afecto, de sabiduría y generosidad; que ha sabido ejercer la compasión con legitimidad ante la desdicha de los otros. Esta gente inteligente que he visto actuar con clara pericia ante la estupidez de terceros.

Esta gente que, repito, no sabe de agachadas. Crean atmósferas llenas de humanidad, conocen el valor del tiempo, y seguro que sus sábanas huelen a limpio. Apostaría a que atesoran en su memoria el nombre de algunas estrellas porque viven con los ojos abiertos y la cabeza alta.

Los niños y las niñas que han nacido en estos momentos de conmoción, momentos inestables y temblorosos, traen en su esencia ese ánimo, ese empuje y esa frescura.

Tendrán que sufrir, habrán de disfrutar, sabrán que hay un tiempo para la espera y otro para la perseverancia, gozarán de ciertas ocasiones de felicidad y distinguirán qué son los caramelos y qué las espinacas. Y sobre todo, llegarán a poseer la emoción de aprender y sentir ese chispazo que les prenda fuego a su corazón. Así conocerán como nosotros que la vida es un regalo y que como tal hay que celebrarla.

Seguro que esa celebración se llevará también todo nuestro desconsuelo.

* Docente jubilada