Nunca de un mal puede surgir un bien. Sí es posible que, en contadas ocasiones, unas circunstancias extremas, imprevistas y destructoras, puedan mover, en el ámbito personal -está ocurriendo con la maldita pandemia-, a la reflexión que es enemiga de la prisa, a retomar actividades abandonadas por un vivir vertiginoso, a fortalecer criterios que permanecían a extramuros de la rutina cotidiana, e incluso a fomentar la creatividad.

El necesario aislamiento ha aumentado el número de los lectores de libros y de los realizadores de actividades imaginativas. Mientras tanto, otros enclaustrados, todos los días, para despabilar la musculatura, recorren 50 veces el pasillo de la vivienda, acompañando el ejercicio con meditaciones someras, volátiles, ingrávidas, sobre la vida, la soledad y el virus que, en el mejor de los casos, nos ha descoyuntado las costumbres. Tales ocupaciones son la consecuencia de una situación inédita que ha puesto en primer plano improvisaciones, carencias, defectos, fragilidades y naufragios que creíamos al borde de lo imposible, tal en su día sucediera con el hundimiento del Titánic. Herman Hesse escribió que hechos de la expresada naturaleza suceden porque «en cada uno de los hombres» -lean también mujeres- «se ha hecho forma el espíritu, en cada uno padece la criatura, en cada uno de ellos es crucificado un redentor».

Por eso, podemos comprender, sin desentendernos de la desgracia individual y del desastre económico, que unos reclusos se hayan sumergido en la lectura reparadora y otros se hayan puesto a escribir ese libro deseado para el que nunca había tiempo, De ambos quehaceres hemos tenido noticias. Además, como no hay nada nuevo bajo el sol y ante situaciones semejantes suelen darse hechos parecidos, recordamos que del aislamiento establecido en España para frenar la mal llamada «gripe española» -había surgido en los USA durante 1918-, que produjo en el orbe, según la cifra más fiable, 35 millones de fallecidos, nació uno de los libros cardinales de nuestra literatura del siglo pasado: El cuaderno gris. En marzo de 1918, el día que el ampurdanés Josep Pla cumplía 21 años, comenzó a escribir su más celebrado dietario, que en 1966 fue espléndidamente traducido por Dionisio Ridruejo y su esposa Gloria de Ros, en el que se prefiguran sus virtudes literarias y en donde, como en toda su extensa obra, las concreciones triunfan sobre las vaguedades, llevadas de la mano por la obsesión de la inteligibilidad que siempre fue su norte. El referido libro comienza de esta manera: «1918. 8 de marzo. Como hay tanta gripe han tenido que clausurar la Universidad. Desde entonces, mi hermano y yo vivimos en casa, en Palafrugell, con la familia. Somos dos estudiantes ociosos...».

Ocio que, originado por la pandemia gripal, sirvió a Pla para iniciar su brillante trayectoria de escritor en la que, invariablemente, «lo lógico es como el sostén de todo lo bello». Frase de Baroja que Pla tuvo presente toda su vida literaria.

* Escritor