Sentadas en un banco del parque después de comer, antes de volver a clase, dos amigas adolescentes charlan. Ven venir a dos tipos treinteañeros, que se paran un momento a hablar con otro grupo de jóvenes sentados en la hierba, más allá. Luego caminan hacia ellas. Es tarde para hacer nada. Se acercan. Altos, fibrosos, mirada alerta, las pintas regulares. Se dirigen a ellas con amabilidad: «A ver, el dinero que llevéis y las alhajas». No sacan un arma... ¿Para qué? No es necesario. Ellas abren el monedero y les dan lo que tienen. Muy poco, claro está. Una tiene un anillo de plata. Lo suelta. Ellos les apartan con la mano el cuello de la camisa por si llevan alguna medalla y les suben la manga por si hay pulseras. El asunto no dura ni un minuto. Saludan amablemente y se marchan. Las dos jóvenes, que dentro de un rato tienen que estar en el instituto, se quedan calladas, respirando fuerte. La que ha perdido el anillo llora. La otra entra en una risa histérica: tiene la costumbre de subirse casi hasta el codo la pulsera de su abuela, que le está un poco grande, y se ha librado de que se la roben. Porque era un robo, ¿verdad? Un atraco que no precisó de la violencia, pues aquellos dos delincuentes no la necesitaron. Ni siquiera tuvieron que levantar la voz. Pero hubo intimidación, ¿o no?

La sentencia del Supremo sobre La Manada aprecia intimidación. Por tanto, no solo se trata del número de años de condena, sino del abismo que hay del abuso a la violación.