El pasado jueves día 10 de enero, en torno al mediodía, el legón cavó una parcela de tierra en el cementerio de la Salud de Córdoba. Solo la energía pasajera insuflada por la emoción puede explicar el vigor y la seguridad, la cadente contundencia de la azada contra la tierra, empuñada a turnos por manos nudosas, cerúleas, de cuerpos y rostros moldeados por los años. El silencio ceremonial de los asistentes, solo interrumpido por los aplausos de respeto que acompañaron cada uno de los relevos al legón, magnificaba el efecto del chasquido firme del hierro que ha empezado a quebrar la nefanda losa de tierra sobre los mas de cuatro mil represaliados del franquismo amontonados en las fosas comunes de nuestra ciudad. Ochenta vergonzantes años después. El hecho de que cuarenta de ellos hayan transcurrido en democracia evidencia la hondura del drama, y alumbra con otros focos la naturaleza de un proceso, el de la transición que, con sus evidentes, memorables e indiscutibles logros, cuenta también con un reverso tenebroso en el olvido de los represaliados franquistas y, lo que es más intolerable, en la persistente y cruel victimización de sus descendientes; porque eso ha supuesto la inexplicable inhibición del Estado y los sucesivos gobiernos del deber de un proceso general, sistemático y público de exhumaciones. Proceso que no sé si podía o debía haberse acometido entre el 78 y el 82 --puede seguramente discutirse si el silencio cómplice fue uno de los precios de la transición--, pero es difícilmente argumentable que no haya encontrado algún momento desde entonces hasta hoy. Pese como corresponda en los debes y haberes de todos, sin duda, pero especialmente en los de los que tuvieron la responsabilidad y los medios para hacerlo durante todo este tiempo.

No advertí --no había-- rencor en las miradas, reproche en los gestos, o revancha en las palabras --pocas-- de las víctimas, tampoco resentimiento cuando Esperanza, Manuel, Antonio, Carmen, o Luis invocaron a sus padres, tíos, hermanos, abuelos y madres al tomar el legón el otro día. Porque, a pesar de los recelos --prefiero pensar que bienintencionados-- de algunos, no se trata de afrentar a nadie, ni de ajustar cuentas, ni de reabrir heridas, porque de hecho siguen abiertas. Heridas que en todo caso no podemos pedir a quien las sufre que siga acallándolas por no molestar a no sé quién, o en nombre de una concordia que los excluye. Aunque debiera, tampoco es quizás ahora, el momento de la justicia que si cuando es tardía deja de serlo, imaginen ustedes en este caso. Se trata en primer lugar y fundamentalmente del deber cívico de dignificación de los represaliados. Se equivocan quienes creen que se trata de política, ni siquiera --aunque debiera-- de justicia penal. Se trata de la justicia moral de la dignidad. De la dignidad colectiva como sociedad. Cabe preguntarse qué clase de democracia podemos edificar y legar al futuro sobre un suelo sembrado de decenas de miles de muertos sin identificar y de familias a las que hemos negado el derecho, que reconocemos como elemental para nosotros mismos, a honrar a sus deudos. Lo que yace en nuestros cementerios son seres humanos; en su día fueron víctimas, y lo siguen siendo; también lo son los familiares que preservan lo único que hasta ahora les hemos dejado y no le podemos hurtar: su memoria. Y el sustantivo víctimas no admite ningún adjetivo, ni matiz, ni puntualización. No las hay mas o menos relevantes, ni de tal o cual color ideológico, ni mucho menos culpables o inocentes. Debemos dignificar a las víctimas. A todas. La tarea es ardua y me temo que técnica y políticamente compleja. Llegados a este punto, sería imperdonable demorarse más.

* Historiador de la UCO