Uno y otro lletraferits --ambos, el descollante psiquiatra con estrechos lazos y fluidas relaciones con el Principado, y C. Casaño, admirador convicto y confeso del tal vez mayor prosista peninsular del novecientos, el autor de Viaje en autobús-- tuvieron el mismo norte magnético en obras que cabe, sin grandes inexactitudes, denominar también de autobiografías. Pues, en efecto, su interés por reconstruir las áreas más salientes de la Córdoba de la segunda dictadura militar del novecientos hispano tuvo uno de sus principales focos en el dibujo detallado y acucioso de su vida cultural.

En un Mediodía en que los índices de analfabetismo eran todavía en verdad excruciantes -y Córdoba no figuraba precisamente en su cola... (vid., para su contexto y con perdón por la autocita, nuestra obra, Historia General de Andalucía (Córdoba, Almuzara, 2007)-- y sin centros de enseñanza universitaria en su jurisdicción académica, con la salvedad de su bien afamada Facultad de Veterinaria y su acreditada Escuela Superior de Ingenieros Agrónomos, la imagen cordobesa dibujada por sus plumas descubre nítidamente perfiles culturales de frecuente peralte. No podía, ciertamente, a fuer de fieles cronistas, ser de otra manera en la ciudad de Cántico, de Ricardo Molina, Juan Bernier, Pablo García Baena..., como, sin miedo a la insistencia, nos ha repetido ---y sus aljabas no están agotadas...-- otro escritor de raza, cuya deuda de gratitud por su ingente labor no hace más que acrecer del lado de sus conciudadanos: Carlos Clementson.

Mas, conforme es fácil de entender, núcleos aislados por pujantes que sean --y los citados lo fueron...-- no pueden por sí solos configurar un atmósfera intelectual y artística de cierto relieve. Fue la muy activa y hasta creativa en algunas esferas burguesía ilustrada de la vieja capital de al-Andalus el motor y actor más señalados de este tonificante clima. Hipercrítico de rango mayor como lector empedernido de su idolatrado Baroja y crítico impenitente del franquismo, sería justamente Castilla del Pino, en una de las más descollantes escrituras memorialísticas de la Europa de la centuria precedente, quien más ponderase el alto gálibo y contrastada diversidad --conferencias, exposiciones, conciertos- de un panorama o cuadro cultural de indiscutible realce.

Efecto y consecuencia de todo ello, pero al propio tiempo también basamento y raíz del hecho descrito, fue la existencia de una tradición librera de notable magnitud en una ciudad como la Córdoba del primer tercio del novecientos, con elites burguesas muy atraídas por la lectura.

Una de las personalidades centrales del indicado periodo, el catedrático de Geografía e Historia del reputado Instituto Góngora, D. Antonio Jaén Morente (1879-1964), predicaría él mismo con el ejemplo al establecer, antes de sumergirse por entero en la política nacional, en el lugar de mayor simbolismo, junto con la Mezquita, de la ciudad una librería de moderno atrezzo. No mucho después (1919) el impresor Rogelio Luque abriría en la calle Diego de León el sujeto de los presentes apuntes, la Librería Luque --«La Luque»--, que desde el primer momento concitara, por sus alertadas antenas bibliográficas y excelente gestión, la simpatía más viva y el respaldo más firme de todos los sectores sociales que cifraban en el avance cultural la esperanza más sugestiva del progreso de la ciudad y de la nación entera.

* Catedrático