Los símbolos tienen una función importante en nuestras sociedades; indican, comunican una realidad, de manera sintética, que está llena de sentido para quienes forman parte de la comunidad, que es quien puede interpretarlos. Calma, no me estoy refiriendo a la prohibición de la estelada, sino a los tacones de Julia Roberts.

Esta mujer es un icono de la feminidad contemporánea occidental, es la representación social mayoritaria de la belleza femenina: responde al canon físico, es atractiva en general, tiene éxito y, también algo importante, no ha sido problemática para un sistema que define el valor de las mujeres casi siempre por su aspecto. Pero eso ha sido hasta ahora, porque Julia se ha plantado y se ha bajado de los tacones en medio de un festival de cine.

Algunos pensarán que también podría aparecer sin maquillaje o con unos vaqueros, y es cierto, pero quizás tengamos que valorar más la significación de lo que ha hecho que la cantidad de normas que ha transgredido.

A otros quizás les parezca un poco pueril este acto, pero para mí no lo es y les explicaré por qué. Primero, me parece importante que no haya usado como argumento el impacto negativo que tienen los tacones sobre la espalda; también lo tienen otras actividades, como correr, y nadie se para en medio de una carrera por eso. Esto habría sido una excusa, en cambio ella ha sido explícita: las normas que rigen para actores y actrices son desiguales y generan perjuicios a las mujeres mientras que no lo hacen a los hombres y, además, sitúan a ambos en planos diferentes.

El hecho de que ellas aparezcan casi desnudas, sean evaluadas más por su vestido que por su interpretación o usen tacones altos para parecer más esbeltas, pone de manifiesto que para la sociedad la estética sigue siendo la dimensión más valorada, más que el talento. Ellos también tienen algunas servidumbres, pero el hecho de que la moda los uniformice, les asegura que será su trabajo aquello que se enfoque en primer lugar.

Otra razón por la que me parece importante el descenso de Julia, es porque muestra que la estética también es un elemento de reivindicación política de las mujeres en su lucha por la igualdad y la participación social. Las mujeres hemos asumido la estética masculina, de manera problemática al principio (recuerden aquello de marimacho), pero totalmente normalizada después, con la finalidad de demostrar que podíamos hacer exactamente las mismas cosas que los hombres: incluso vestirnos igual. Pero lo que subyace a esto, es en realidad un proceso de aculturación, es decir: de adaptarse a los códigos de los otros para sobrevivir en su cultura. El hecho de que los hombres nunca hayan reivindicado la estética femenina para sí, es más, el hecho de que la rechacen, significa que la posición de las mujeres y su situación social nunca han sido apetecibles para ellos. Y en esto les doy la razón, porque no hay cosa más incómoda que una falda y unos tacones, más ingrata que las tareas domésticas no retribuidas o más sacrificada que dedicar la vida al cuidado de un ser querido. Yo siempre he preferido los vaqueros, aunque tengo que admitir que a veces me los pongo con tacones. H

* Doctora en Sociología, IESA-CSIC