La constatación de que la inédita fragmentación del voto en las elecciones del pasado domingo obligará a arduas negociaciones y difíciles pactos fue el común denominador de los análisis que efectuaron ayer las direcciones de los partidos. Todos están de acuerdo en considerar inimaginable (por indeseable) la posibilidad de que, por falta de mayoría suficiente para investir a un candidato a presidente del Gobierno, hubiera que celebrar nuevas elecciones en primavera. Y todos son conscientes de que sería su gran fracaso y provocaría un gran rechazo entre los ciudadanos. Pero al mismo tiempo, todos se encargaron ayer de marcar con mucho énfasis las líneas rojas que no están dispuestos a traspasar, un enrocamiento antitético con el pragmatismo al que obliga el resultado del 20-D.

Recordemos lo esencial: para gobernar, al PP no le basta con la abstención del que sería su aliado natural, Ciudadanos (C's), sino que necesita que también lo haga el PSOE, que ayer se apresuró a ratificar que en ningún caso se apeará del lógico no a Rajoy. Los socialistas saben que están en el centro de atención, y las presiones más o menos explícitas para que faciliten la gobernabilidad --incluso formando parte del Ejecutivo-- empezaron la misma noche electoral. Sin duda sería la opción que más gustaría en Bruselas y a los mercados, pero es razonable que el PSOE no la contemple públicamente como una posibilidad, porque ahora la situación de España es mejor que en la fase más aguda de la crisis económica, cuando sí hubiera sido aconsejable un Gobierno de este tipo. Y el temor a que un pacto con el PP dejase vía libre a Podemos para ser el principal referente de la izquierda es también legítimo. Pero en la comparecencia de ayer de Mariano Rajoy pudieron apreciarse detalles inequívocos de que el PP buscará un acuerdo con los socialistas, que no podrán permitirse ni ser acusados de irresponsabilidad, por una parte, ni hipotecar su futuro político, por otra. Un difícil equilibrio.

Sea cual sea finalmente el perfil político y la fortaleza del Gobierno, esta legislatura constituye la gran ocasión para intentar resolver el encaje de Cataluña en España, uno de los principales problemas a los que se enfrenta hoy la sociedad española. El cortoplacismo no puede frustrar las posibilidades de tender puentes de diálogo que puedan facilitar consenso en torno a un nuevo pacto constitucional. Una reforma constitucional que, como se encargó ayer de recalcar el presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, no podrá hacerse sin el PP.

La situación es extremadamente compleja, y para el PSOE, sobre el que se centra la presión --ayer mismo, Iglesias le conminaba a no facilitar un gobierno del PP, mientras Albert Rivera le exigía lo contrario-- hay un ingrediente añadido en clave interna: Andalucía, que ha aportado el 25% de los escaños obtenidos por el PSOE, advierte de que rechaza el pacto con Podemos y con el PP. Más líneas rojas para el debate que se avecina.