El drama de los refugiados no tiene arreglo ni paliativo posible en un horizonte de tiempo tan largo como para que tenga sentido hablar de lo que puede pasar después. Porque la guerra de Siria va a continuar mientras persistan los muchos y complejos factores que la alimentan, y la diplomacia internacional carece de la fuerza y de los instrumentos necesarios para eliminarlos. Y porque el mal ya está hecho y ninguna iniciativa humanitaria multinacional puede atender como se merecerían nada menos que a diez millones de personas que han huido de su país.

Los gobernantes europeos ocultan esa realidad que ellos mismos han contribuido a crear. Por su cortedad de miras --no han visto hasta ahora mismo lo que podía provocar la guerra de Siria y la han dejado crecer durante cuatro años--, por su pusilanimidad --el recuerdo de la barbaridad de Irak los ha paralizado-- y porque la defensa real y no retórica de cualquier causa que merezca tal nombre está desde hace mucho desterrada del repertorio de su acción política.

Pero el drama ha llegado al corazón de muchos europeos gracias a las imágenes televisivas que lo denuncian. Sin embargo, ¿qué porcentaje de los habitantes de nuestro continente está dispuesto a poner algo de su parte, o a que su Gobierno lo haga en su nombre, para ayudar a los refugiados? ¿Y cuánto pesa dentro de la masa de los indiferentes o frente al colectivo creciente de quienes han hecho del rechazo a la inmigración el eje de su ideario político?

No mucho, al menos por ahora. Las acciones solidarias son encomiables y deben proseguir. Pero, trucos propagandísticos y demagogia aparte --y los cupos van por ahí, aunque no tanto como los bombardeos de última hora--, lo previsible es que los gobiernos europeos, quién sabe si salvo el alemán, atiendan más a los humores de la mayoría que la decencia de los que piden acción.

* Periodista