He pasado unos días en el sur de Estados Unidos. Están en plena polémica por la bandera confederada que Carolina del Sur ha retirado y Misisipí es el único estado que todavía conserva como emblema. Mi anfitriona, profesora de historia jubilada, tenía muy claro que, se pongan como se pongan algunos, esa bandera representa algo injusto e incorrecto que muchos en su momento ni siquiera compartían, por ejemplo, su bisabuelo. Llamado a filas en una guerra que, para la gente corriente, humildes agricultores blancos, solo defendía los intereses de los ricos terratenientes, marchó al frente a regañadientes. Tuvo suerte y pronto fue herido, tras lo cual desertó. Hasta que la guerra terminó, estuvo escondido en bosques cenagosos de los que solo asomaba para aprovisionarse de alimento.

Hablamos de una guerra civil que se libró entre 1861-65 y 150 años después sus símbolos secesionistas siguen levantando ampollas. Al perder la guerra, Misisipí se mantuvo dentro de la Unión y prohibió la esclavitud, pero la segregación racial se mantuvo más de un siglo: hasta 1973 el sistema educativo público separaba a niños y docentes blancos y negros en escuelas bien distintas.

La nominación y posterior victoria de Barack Obama paradójicamente en el sur ha provocado una reacción negativa. Creencias y valores racistas y supremacistas han vuelto, muchos pasos que se habían dado de manera lenta pero firme hacia la integración y la convivencia se debilitaron. Como el avance económico y social de la población negra en Estados Unidos es innegable, en la actualidad encuentras abogados, economistas, médicos, ingenieros, jueces, etcétera, negros y negras que trabajan hombro con hombro con sus colegas blancos.

Pero otra cosa es lo que ocurre fuera del ámbito del trabajo: la vida privada ha vuelto a estar tan segregada como antes, aunque sin necesidad de leyes de Jim Crow. Por eso hay quienes interesadamente se aferran a las viejas banderas de la secesión.

* Escritora y guionista