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El amor no puede ser un candado

El amor como un candado. El grillete que ha de mantenernos unidos, a ser posible de por vida, en el sueño de un ideal que hemos envidiado en tantas novelas, películas y canciones. El candado como vulgar metáfora con la que insistimos en demostrar la imposible compatibilidad de nuestros latidos con los grilletes. Metales que se oxidan mientras cumplen la inútil tarea de querer enjaular un órgano que o tiene alas o deja de sentirse vivo. El amor es ciego, quien bien te quiere te hará llorar, sin ti no soy nada, amar significa no tener que decir lo siento, all you need is love. O un hombre que te quiera y te tenga llenita la nevera. Arrebatador.

En estas sociedades cada vez más líquidas, y en las que somos prisioneros de la terrible contradicción entre la fluidez de los acontecimientos y la pesadez de los múltiples mecanismos que controlan nuestra libertad, seguimos siendo en gran medida esclavos de una concepción del amor plagada de mitos que, para muchos y sobre todo para muchas, condicionan sus relaciones afectivas y sexuales. Así lo demuestran los recientes estudios en los que, de manera alarmante, se evidencia como perviven esos mitos entre los más jóvenes. Las creencias de que el amor implica posesión, de la que deriva por tanto entender como lógico el ejercicio de autoridad y de control de la parte más fuerte y poderosa --normalmente, el chico-- sobre la más débil y entregada --habitualmente, la chica --, o de que los celos son expresión de un sentimiento auténtico, o de que somos imperfectos si no encontramos la media naranja que nos complemente, siguen imperando en nuestros modelos mayoritarios de socialización. Si a eso añadimos la nula presencia de la educación afectivo--sexual en el currículum escolar, lo que favorece que por ejemplo los jóvenes sean mal educados a través del consumo masivo de pornografía por internet, el resultado es un cóctel explosivo que, con más frecuencia de la que desearíamos, genera situaciones violentas en las parejas. Y no me refiero solo a la violencia física o sexual, que serían las más evidentes y fáciles de demostrar, sino a las psicológicas que derivan del ejercicio de poder en unas relaciones que no se entienden como un pacto entre iguales. Una terrible situación en la que se están convirtiendo en perversos aliados las nuevas tecnologías y las redes sociales, un escenario abierto al público las 24 horas del día y en el que tan fácil resulta atentar contra la integridad moral del individuo.

En estos días en que tantas reflexiones volvemos a leer sobre la violencia de género, sería urgente que no perdiéramos de vista que la misma deriva de un orden político y cultural desigual, del que forma parte esencial la construcción sexista que seguimos haciendo de las relaciones entre hombres y mujeres. De ahí la necesidad de revolucionar lo político pero también lo personal, el entendimiento de la convivencia entre iguales, las expectativas que seguimos poniendo en un ideal --el amor-- que lamentablemente no siempre se traduce en un cuento de hadas y que suele tener fin; la percepción de que el otro, y muy especialmente la otra, no es tanto un "objeto" que poseemos sino un sujeto con el que entablamos una conversación desde la piel y los afectos. Un objetivo que, me temo, estará lejos de conseguirse mientras que por ejemplo las novelas de Moccia sigan siendo (mal)educadoras de nuestros/as adolescentes o que programas como "Mujeres, hombres y viceversa" continúen teniendo audiencia. Es decir, mientras que sigamos alimentando la violencia estructural y simbólica contra las mujeres que es sobre la que descansa el resto de violencias.

* Profesor titular de Derecho

Constitucional de la UCO

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