Empecemos por una declaración de principios. Soy parte de la casta, y entiendo por tal no ese grupo tan descalificado hoy día, sino las generaciones que con esfuerzo hemos construido nuestro país desde los años finales de la dictadura. Además, me siento parte de ella porque me parece injusto cómo se carga contra quienes han desempeñado cargos públicos, por muy escandalosos que resulten algunos hechos, en particular en tiempos recientes. Estoy convencido de que gran parte de los políticos ha tenido un comportamiento honesto, que ha cumplido con su obligación, del mismo modo que cualquiera de nosotros. Y quienes sin militar en ninguna formación política hemos trabajado al amparo de los cambios experimentados desde el último cuarto del siglo XX, somos responsables de lo bueno y de lo malo que se ha hecho hasta ahora. Resulta insoportable el discurso de quienes solo ven lo segundo, y son incapaces de reconocer los avances y los logros conseguidos. En la introducción de mi trabajo sobre el canónigo Gallegos Rocafull afirmaba que el hecho de que alguien como yo, de convicciones republicanas y alejado de toda confesión religiosa, pudiese escribir y publicar la biografía de quien se alejó de la corriente predominante en el seno de la Iglesia católica durante la guerra civil y la dictadura, era una prueba de que, con independencia de los juicios críticos que hagamos sobre la Transición, fuimos capaces de construir puntos de encuentro; señalé que nunca me encontré entre los desencantados ni hoy tampoco entre los indignados, y reclamaba la necesidad de mirar hacia atrás y reivindicar cuanto hemos construido juntos como una prueba de lealtad hacia nuestro pasado.

Pertenezco a la casta que llegó a la docencia al poco de morir Franco; por primera vez en las aulas se usaba el término dictadura para el periodo 1939-75, o se daba a conocer la existencia de la historia de las mujeres; trabajé en un centro público donde aceptamos tener más de cuarenta alumnos por aula para evitar que muchos jóvenes salieran de su barrio. Formo parte de la casta que celebró la victoria socialista el 28 de octubre de 1982, aunque no les había votado entonces, pero vimos que se abrían puertas a algunos cambios, a pesar de que fueran menos de los deseados. Soy de la casta cuyas convicciones democráticas se basan en el respeto al Estado de Derecho y en un sistema representativo; rechazo la aparente democracia de los modelos asamblearios, porque vi las suficientes asambleas de facultad y de distrito (universitario) como para saber qué fácil es controlarlas y dirigirlas. A mi casta no le convence la idea de asaltar los cielos, entre otras cosas porque para ello tendríamos que aceptar su existencia, pero sobre todo porque nos apartamos del modelo de la izquierda que reclamaba ese objetivo.

Pienso que es la hora de las izquierdas, pero también la de los ciudadanos. Y esto en un doble sentido: porque esperamos una respuesta convincente de algunos partidos en el sentido de una democratización de sus estructuras, y porque es el momento del ciudadano consciente, que no se deja llevar por la crítica fácil y asume su compromiso, pues no debemos olvidar cuál era la forma de vida predominante en España hasta hace poco. En Nunca ayudes a una extraña , la novela de J.M. Guelbenzu, uno de sus personajes hace una radiografía que suscribo: "La verdad, además, es que estaba un poco harto de ver el estado, medio de anomia, medio de satisfacción, en que había caído el país; con el dinero insensibilizando a la gente, infantilizándola también, todo el mundo a lo suyo porque ahora nos habíamos convertido en un país más rico y más insolidario. Un país lleno de fantasmones y engreídos y tan inculto como siempre, qué mala mezcla". Y toda la culpa no la teníamos los de la casta.

* *Historiador