El aumento notable de votos del fascismo en Europa ciertamente asusta.

Había populistas y gánsteres, euroescépticos con tonos aristocráticos o autárquicos, grupos antisistema más o menos organizados, titiriteros que pensaban (y piensan) que el cambio de la forma de hacer política consiste en reírse de la política convencional, curiosas reminiscencias de antiguos luchadores que descansaron en la placidez del verde..., pero no fascistas con todas las letras, herederos directos de la ideología que sumió al continente en la peor debacle de su historia.

Entre los fascistas, los hay que lo demuestran con los mismos símbolos que fraguaron la tormenta de la muerte (como los griegos, o como esos cachorros madridistas que fueron a Portugal con la esvástica, sin ningún tipo de control ni de punición), y también los hay que han entendido que, más allá de las prácticas groseras y a pie de calle, más allá de la agitación ruidosa, se alza el edificio de las instituciones que hay que asaltar por la vía democrática.

Lo dijo, con unas palabras similares, la señora Le Pen, y esta es quizá la lección más dramática de la noche europea.

Los fascistas saben qué terreno pisan. Han pasado de ser fuerza de choque a convertirse en un proyecto de alternativa en los despachos y las cancillerías.

Todavía es pronto para temblar, pero si la democracia no encuentra mecanismos de defensa, el temblor será paralizante y tal vez el lamento llegará tarde.

* Periodista