Siempre mantuve que para los andaluces la Semana Mayor vendría a ser como la primavera del alma, quedando para otros el colorido de hablar de ella. Y esto no lo digo yo tan solo por el poder y la grandeza que la misma pudiera tener desde una perspectiva religiosa, que sin duda alguna la posee, sino más bien por ser desde un punto de vista cultural una celebración sumamente complicada, que no podría llegar a entenderse sino estudiándola de una forma más global. Nuestra Semana Santa, pues, por más que el oficialismo eclesiástico se empeñe queriéndola reducir a su más pura y genuina significación teológica y litúrgica, todos sabemos que, por el contrario, la misma puede conllevar otros significados más explícitos y latentes, e incluso mucho más personales algunos aún si cabe, y entre otros muchos, también, cómo no, el artístico, económico, psicológico, sociológico o bien antropológico, que de forma contradictoria entre sí, pero sin embargo real, y de forma combinada componen ese mosaico único que conforma a nuestra Semana Mayor, la misma que se presenta al mundo entero para su goce y disfrute. Hoy, como antaño sucediera de igual modo, no sería posible hablar de ella sin las cofradías, pero podemos decir también sin temor alguno a equivocarnos que la Semana Santa andaluza tampoco sea solamente eso, lo que se percibe de ella .Ninguno de los aspectos anteriores, ni otros muchos más que podríamos añadir son explicativos de un fenómeno tan global, sino tan solo son visiones muy parciales de una realidad más compleja de lo que desde cualquiera de las referidas perspectivas excluyentes nos pudiera parecer, ya que para los andaluces nuestra Semana Mayor es un universo rico y simbólico, tan importante por otra parte que incluso podría gustar a los no católicos.

No cabe duda de que por marzo o en abril, cuando por las paredes de cal la madreselva ya despierta, llega a Andalucía la primavera más rabiosa, donde las respectivas imágenes titulares de pueblos y ciudades para un sinfín de personas católicas o no, se convierten en objeto y signo central de toda la Semana Mayor, ritualizándose en ellas de manera más que notable la dialéctica entre la vida y la muerte, en una celebración tan popular como podría haber sido en su día incluso la propia pasión de Cristo, lo que siempre se hace aquí a través de las hermandades y cofradías, en otro tiempo tan comunes a la Europa cristiana y hoy, sin embargo, prácticamente reducidas a Andalucía y a otros lugares de España, así como a través de los diferentes grupos escultóricos que, sobre los pasos, hacen desfilar por calles y plazas para el deleite de propios y extraños, quienes cuanto menos ven en ellas una celebración tan singular como compleja, al hacer humano lo divino por medio de una representación más que genuina, que la convierte en la fiesta más característica e importante del año, en la que el propio pueblo, como experiencia colectiva, se proyecta en ella con sus cantes y desconsuelos. Triunfando así, pues, el milagro de la vida sobre la muerte, en medio de la luz de nuestras ciudades y por medio, cómo no, de esta celebración tan barroca, en la que en ningún momento deja de darse un derroche inusitado de imaginación, de sensaciones y vivencias plurales, tan fuertemente arraigadas en esta tierra nuestra, en la que el ritual responde siempre a sus necesidades antropológicas. Si no fuese así, a buen seguro que hace tiempo que nuestra celebración de siglos habría ya desaparecido, cosa que afortunadamente hasta ahora no ha ocurrido, al mantener su propia funcionalidad la fiesta, así como la integración social de los individuos.

Yo, por ello, me sumo a cuanto en su día manifestara nuestro siempre respetado y querido amigo Pablo García Baena, Premio Príncipe de Asturias de las Letras, quien concluía su ya clásico Vía Crucis de la devoción, llamado también Retablo de las Cofradías por referirse a ellas con su canto y, entre otras cosas, por hacer mención en su texto del hecho de que, como fluir de distintas aguas armoniosas que son, se identificaran más con la ciudad de la Mezquita, a fin de que el tópico folklórico y turístico no prosperase jamás en ella, y que cuando una hermandad pasase por la plaza de las Dueñas, el Realejo o bien por la Corredera, fueran unas cofradías más acordes con el entorno y con el alma de la ciudad, para mí, sin duda alguna, el florecimiento del espíritu. "Sólo así --manifestaba el poeta de Cántico-- el Retablo de las Cofradías será el Retablo de Córdoba, armonía conjugada de fondo y forma, oración viva, propia, inmarchitable, fiel a su claro linaje: Córdoba Eterna".

*Catedrático