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Sin gobierno ni politicos (y 2)

La explicable exigencia --por razones lógicas y de su historia reciente-- de los españoles respecto a una labor incesable del lado de la fuerza política en el poder no lo es menos, según resulta obvio entender, cara a la permanente y eficaz tarea fiscalizadora del principal partido de la oposición.

Sorprendentemente, en una y otra formación, el periodo ulterior a la celebración de los sufragios del 9-M afirman sus principales responsables que se ha consagrado al estudio y análisis de los programas con los que comparecerán ante la opinión sobrevenido ya el otoño. Como tal postura tendría que semejar especialmente desairada a los responsables ministeriales, éstos, para ir haciendo camino, decretaron, una vez posicionados de sus altos cargos, un menguado elenco de medidas, más destacables por su inanidad que por su roborante sustancia. A la fecha, su parto se identifica, horacianamente, con el de los montes. Por supuesto que existen pocos medios más fecundos para profundizar en la cosmovisión democrática que avanzar en todo lo pertinente a una verdadera justicia social. Por descontado que pocos caminos se descubrirán más anchos y adecuados cara al progreso de la colectividad que la expansión educativa que abre, como ganzúa milagrosa, las puertas a una auténtica igualdad de oportunidades. Claro que resulta muy oportuna y obligada la supresión de fórmulas por entero caducas en las relaciones Iglesia-Estado, pertenecientes a un tiempo ya ido para siempre... Y así podría continuarse con varios puntos más del ideario gubernamental (por lo demás, en forma alguna patrimonializado o exclusivo de él, cuando menos en sus dimensiones esenciales).

Si no que bien se entiende que su clave reside en el acierto de su itinerario, en el seguimiento de su hoja de ruta con discreción y sentido de las realidades, sin olvidar ni por un instante la sentencia canovista de que el éxito de cualquier política digna de tal nombre estriba en aplicar aquella cantidad de ideal que es posible en las diferentes coyunturas por las que atraviesan las naciones civilizadas. Aunque hasta el presente --repitámoslo-- los síntomas no son excesivamente halagüeños --desgajamiento pintoresco del Ministerio de Educación, amputación no menos atrabiliaria del de Salud, permanencia de una ucrónica Cartera de Vivienda...--, la opinión pública parece conceder un crédito de confianza a la acción gubernamental, postura a la que, modestamente, se asocia el cronista.

Y llevados de tal talante, sería desde luego asaz injusto que tal moratoria no se otorgase, incluso en tiempos de economías, a la oposición encarnada por el Partido Popular, cuya opción acaba de refrendarse por más de diez millones de compatriotas. Todas las trazas llevan a conjeturar que también hasta septiembre u octubre no sabremos del lado de un liderazgo consolidado nada realmente de interés acerca de sus posiciones frente a los problemas que desazonan la existencia de sus afiliados y demás ciudadanos. Demos, pues, tiempo al tiempo y confiemos que, en compañía del gobierno de la nación, hagan todos, socialistas y populares, pulcramente sus deberes y España aspire a seguir figurando en el pelotón de cabeza de los países más desarrollados.

Con todo, empero, tras lo visto y sucedido en los dos últimos meses, una consulta ciudadana quizá tal vez se inclinase a la permanencia de este limbo público, sin huella ni presencia alguna ni para bien ni para mal de ministros, parlamentarios y políticos en general. Y habría llegado entonces el momento decisivo de averiguar si el PIB aumentaba o crecía con la desaparición temporal de nuestra clase dirigente.

* Catedrático

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