Sin hacernos Hamlet ni hundir nuestra mirada en los negros y eternos cuévanos de la calavera, tendremos motivos para la pregunta, la inevitable cuestión, pegada a nuestra piel, a toda nuestra vida, como ese agujero del ombligo. El padre Shakespeare , grande y prolífico, enredando en la densísima sombra de la sospecha y de la duda, puso aquel resto tan expresivo entre las manos del personaje para el más común y reiterado de los miedos. Hoy lo tendría más fácil porque los peligros forman retahíla y, si no nos hacen temblar, es porque o vivimos de guerra en guerra o pasamos de placer a placer. No conocemos el momento en que la bomba despertará para llevarnos, ni tampoco el otro cabo de nuestro tiempo, cuando miramos las bonitas piernas a la azafata, tratamos de adelantar al tipo gordo del Mercedes, contemplamos ese paisaje que adormece y relaja al cruzar por la Mancha o nos ponemos en el sitio indebido que nos marcó el destino cuando los cacos acababan de asaltar el banco. Para nuestras manos, como un dramaturgo eventual y más frívolo, declamaremos el ser o no ser, sosteniendo el billete o el pasaporte, la tarjeta de embarque, cualquier recibo o, simplemente y mucho más doméstico y universal, compañero común durante tantos años y el más conocido: una cajetilla de cigarrillos. Esa es la cuestión, pero la cuestión próxima, de ahora mismo y de siempre, desde que nos dio por ahí, porque dejamos de marearnos al llevar el humo hasta las entrañas.

Y el que no tenga miedo que se pare a pensarlo. Porque será eso, el miedo y no otra cosa, el motivo que nos meta en ese calvario de dejar el tabaco, de abandonarlo como a un amigo pernicioso y amable, como a esa amante que te asomaba al cielo pero por la que podías perder, además de los hijos, hasta la camisa que llevabas puesta. Así es que, miedo y sólo miedo. Ni respeto a los otros, allá que se apañen, ni defensor de nuestra necesaria atmósfera, ni cuestión, menos aún, de economía o estética. Y si no que se lo pregunten a mis amigos los extremeños, que encendían uno con otro y se tuvieron que ir a París para arrancarse el vicio. Con hipnosis, azotes... ¡Vaya usted a saber, porque no han querido contarlo!

Sara , con labios de cereza para los besos y hermosos pecados en los ojos, cantaba su placer genial y sensual. Fumando espero... Era el tiempo de los novios de la muerte, de los valientes fumadores. Y fumaban los magistrados, los catedráticos, los policías, los "segaores" y hasta los curas, que muchos de ellos... Yo conocía entonces los confesionarios y no faltaban quemaduras en sus bordes, no precisamente de aquellos infiernos con que conseguían acogotarnos. Recuerdo a mis maestros, don Alfonso , el de latín, que nos vigilaba en los estudios, mientras chupaba el cigarrillo con delectación para llenarse del humo embriagador que debía transportarlo al mejor lugar de sus sueños. Don José , ahora mi amigo, el de matemáticas, no lo soltaba de entre sus dedos y me hacía guiñar cuando llegaba con la duda y me incitaba a la envidia cuando golpeaba su cigarrillo y las partículas de ceniza volaban para volverse plata con el rayo de sol. Mi padre murió de cáncer de pulmón como muchos amigos de su charpa, que así llamaban a los integrantes de sus larguísimas tertulias diarias en el despacho del genial gestor Peláez , en Priego. Siempre quiso quitarse del tabaco. Había hecho la Guerra y, como casi todos sus camaradas y coetáneos, llegó a fumar mocos de noguera en papel de estraza. Aquel día decidió abandonar el vicio, como el día anterior y el anterior y... Tenía el colegio al otro lado de la calle Ramírez e, intencionadamente, dejó el tabaco y el mechero en casa. El mismo lo contaba: "A la media hora de estar en clase, tuve que llamar a Pedrillo: Mira, hijo, llégate a mi casa y que te den mi tabaco y mi mechero, antes de que pase algo gordo" Y es que, en sólo media hora sin fumar, había castigado a tres, puesto cinco ceros y echado al pasillo a otro par de ellos.

Pero es un placer y envidio a los valientes. Yo escribía con el cigarrillo entre los labios, con el humo como compañero para entornar los ojos en un sopor indescriptible o una fértil somnolencia, cuando mis neuronas jugaban entre las espirales y las volutas por encontrar luces y universos. ¿Me engañaba la dependencia? ¿Los venenos inconfesables como ingredientes de las tabacaleras? No lo sé. El último Dupon con su llamita azul; aquel primer hilacho blanco y gaseoso que me llegaba hasta el cerebro; mis dedos, que hacían romper el meristemo blando y gris sobre el borde del cenicero, mientras la historia fluía sobre un papel y mi vida también pasaba...

Mi padre, como sus compañeros, sus amigos, murió con setenta y un años. Mi madre se nos fue con la misma edad y jamás había fumado. Puede que yo haya dejado el tabaco a tiempo y muera más viejo. No querrá decir que haya sido más feliz ni mejor que ellos. Eso sí: con un enojo crónico por el placer perdido.

* Profesor