Está diluviando. Las escobillas del limpiaparabrisas no dan abasto, y cada vez que me cruzo con algún camión, las olas de agua barrosa que arroja empeoran aún más la visibilidad. El cielo se ha oscurecido hace unos minutos, y las fuertes rachas de viento azotan sin piedad las copas de los olivos situados al margen de la carretera. «¿Por qué eres tan cabezón?», me reprocho a mí mismo mientras giro el volante para tomar la CP-126 en dirección Villa del Río. Pocos metros más adelante, un cartel señala que mi destino se encuentra a la izquierda. Detengo mi vehículo en el aparcamiento, apago la radio donde suena Stairway to Heaven, de Led Zeppelin, y me bajo.

Efectivamente, podría haber venido a visitar el cementerio municipal de Cañete de las Torres cualquier otro día con unas condiciones meteorológicas más propicias, pero mi testarudez me hace cumplir con la agenda llueva o truene. Por un momento pienso que la impresionante tromba de agua que lleva media hora descargando con intensidad no me va a permitir sacar las fotos que he venido a buscar, pero ya es tarde para dar media vuelta. Así que abro el paraguas, me cuelgo la cinta de la cámara réflex al cuello, y observo con preocupación que los tres accesos del recinto parecen cerrados.

Me acerco y verifico con desaliento que las cancelas de las puertas laterales se encuentran aseguradas con cadenas. Sin embargo, en la principal no se aprecia ningún candado. ¿Estará la llave echada? Sujeto con fuerza el paraguas para evitar que se vuele, agarro el cerrojo y pruebo suerte. ¡Bingo! La cancela de forja negra se abre, y me resguardo de la lluvia bajo el soportal en forma de arco de medio punto que da acceso al camposanto. Pronto caigo en la cuenta de que el paraguas no resistirá este vendaval, así que lo engancho en un banco de madera, cubro mi cabeza con la capucha del abrigo y decido aventurarme por esas calles blancas atestadas de tumbas.

El cementerio, proyectado en 1972 por José Chastang, tío de un buen amigo mío, se encuentra totalmente vacío. Aunque son las tres de la tarde, el opaco manto nuboso tras el que se oculta el sol hace que parezca que está anocheciendo, lo que aporta un aire de cierto misterio a mi paseo. Tras descender las escaleras, dejo a la izquierda el panteón familiar que da la bienvenida a los visitantes y me adentro por la calle San Miguel. Sin prestar demasiada atención a los cipreses que surgen a mi derecha continúo mi camino hasta alcanzar un segundo patio. Al fin, al fondo del mismo atisbo la escultura que he venido a fotografiar: la monumental Escalera al Cielo.

Se trata de una estructura metálica con forma de escalera ascendente que preside la plaza interior del cementerio. El impacto que provoca en el observador se ve especialmente potenciado en días como hoy, con el cielo encapotado, pues el efecto óptico hace que la escalera parezca infinita y se adentra entre las nubes de la bóveda celeste. De esta forma, simboliza la conexión entre el plano celestial y el terrenal, y representa el camposanto como lugar de comunicación entre los vivos y sus familiares fallecidos.

Por un momento la suerte se alía conmigo, pues aprecio que ha parado de llover. Sin perder un segundo saco la réflex y comienzo a disparar instantáneas. Entonces, no sé por qué, se me viene a la cabeza la leyenda del guardián del cementerio, una vieja tradición anglosajona que asegura que la última persona enterrada en una necrópolis se convierte en su vigilante espiritual, es decir, la figura encargada de velar por que ningún forastero perturbe el descanso de las almas que allí reposan. Durante poco más de un minuto continúo lanzando fotos desde distintos ángulos, ensimismado con la belleza de la escultura. Pero de repente, un estruendo me sobresalta. Al girar la cabeza compruebo que no se trata de una silueta encapuchada renqueando con un candil, sino de un ruidoso grupo de palomas que asoman de su escondrijo.

En ese instante la lluvia regresa, lo que me obliga a guardar la cámara de forma apresurada. Al pasar de nuevo por el arco de entrada, recojo el paraguas y dejo la verja como la encontré. Mientras introduzco las llaves en el contacto del coche, recapacito sobre la maravillosa metáfora que nos propone la Escalera al Cielo de Cañete de las Torres. Un monumento sin parangón en toda la geografía nacional, que nos permite una vez más sacar pecho de los auténticos tesoros que esconde nuestra provincia.

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net