Nadie se explicó entonces cómo el Gran Napoleón, el más grande de los generales de la Historia, junto con Alejandro Magno y Julio César, pudo perder la batalla de Waterloo cuando la tenía ganada (habrían de pasar muchos años para comprender que aquella jornada Napoleón ya no era el mismo de Marengo o Austerlitz)… Igual sucedió con la muerte de Joselito en Talavera. Nadie se explicó entonces cómo el torero que más sabía de toros y mejor dominaba todas las suertes de la lidia pudo dejarse matar por un toro (Bailaor) que no era ni mejor ni peor que los 1564 que había toreado a lo largo de su vida.

Sin embargo, y tuvieron que pasar muchos años para ello, ya se sabe perfectamente que Joselito no era aquel día el Joselito. El rey de los toreros que nos describe Paco Aguado, su mejor biógrafo, ya casi al final de su obra: «A esas alturas de su carrera, a punto de cumplir los 25 años, también había comenzado su degeneración física, pues como todos los toreros de su familia, a pesar de ser el más fuerte y el más inteligente, había dejado de cuidarse y ya la inevitable tendencia a la obesidad genética y la dolencia hepática, de tipo hereditario, estaban haciendo acto de presencia».

«Tampoco su ánimo era el de antaño -sigue Aguado-, trastornado por aquel aluvión de contrariedades que se le presentaron en los últimos años: la muerte de su madre, el enfado con su hermano Rafael, las tensiones con Ignacio, la campaña de Corrochano, el rechazo de Pablo Romero y las humillantes condiciones que le impuso para la boda… José María de Cossío, que fue uno de sus amigos más cercanos, asegura que Joselito fue siempre un muchacho triste, pero en esa última época «se había acentuado su propensión a la melancolía». Después de cortar una oreja en Bilbao el 3 de mayo, en su enésimo mano a mano con Belmonte, el torero se reunió con Ramón Mora Figueroa y con el escritor, que había bajado a verle desde su casona de Tudanca. Cossío le encontró deseoso de evadirse de todo con su tema preferido, los toros y el toreo. No tenía más aliciente ni diversión que su mundo de siempre. Y, más que pedirle, le rogó que le acompañara en todos sus viajes hasta la temporada de verano, «porque -le dijo- nadie está más solo que yo en el mundo.»»

Como tampoco le favorecía el clima de tensión política y social que se vivía entonces en España. La degeneración de los partidos políticos de la Restauración y la corrupción generalizada que había invadido las Administraciones públicas, dieron lugar, entre otros desastres, a los asesinatos de Canalejas en 1912, siendo Jefe del Gobierno, y el de Eduardo Dato, en 1921, siendo igualmente Jefe del Gobierno… y la depresión económica que surgió como consecuencia del final de la primera ‘Gran Guerra’ hizo que el mundo del trabajo prácticamente se rebelara contra el sistema y contra la Monarquía. Sobre todo entre los año 1917 y 1920, en los que prácticamente España fue una huelga general (o como le llamaron algunos «el trienio blochevique») español. Todo lo cual hizo que ese malestar llegara también a las plazas de toros. El paro, los sueldos de miseria, la escasez de vivienda y la pobreza generalizada dieron lugar a que los aficionados se vengaran en las ‘grandes figuras’ (especialmente Joselito y Belmonte) por las cantidades millonarias que cobraban cada tarde.

El crítico Corrochano lo escribió más tarde en su obra ¿Qué es torear?: «El que más siente el peso de la pasión es el mejor torero, el que cuenta con más recursos. Las multitudes taurinas en lugar de sentirse amparadas y garantizadas por el torero más seguro de sí mismo, que por su conocimiento de los toros puede tranquilizar la inquietud de peligro, desconfía frecuentemente de este torero, recela, teme que le engañe, sin saber en qué consiste el engaño. Sin darse cuenta de ello, el público hostiliza por un complejo de inferioridad. El público cree que porque paga, sabe, y siempre se encara con el mejor.

Así acontecía con ‘Gallito’. Se le exigía cada vez más, porque siempre parecía que podía dar más. Se desconfiaba de lo que hacía, porque como sabía más que todos, había recelo y desconfianza aldeana por si se reservaba y por no saber si aquello era lo real o lo fingido. La amargura de ‘Gallito’ en el ruedo habrá que considerarla como una de las más aguadas que puede sufrir un hombre en su profesión. Explicar y practicar la Tauromaquia encerrado en el recinto de un público incapaz, exigente por desconfiado, es una angustia insospechada por el que no la padeció y menos por el que la causa. Saber lo que se hace delante de una multitud que no sabe lo que ve, sólo puede soportarse con alma mística o con insobornable concepto profesional.»

Pero, lo que le amargó la vida esos meses fue el amor. La situación que estaba viviendo desde su regreso de Perú con su amada de la infancia, Guadalupe Pablo Romero, era para volverse loco. Por una parte la niña Guadalupe, por fin, se le había entregado y estaba dispuesta a casarse con permiso o sin permiso del Papá dictador. «Si Dios me concede lo que tanto adoro, Juan -le diría a su amigo Belmonte-, pronto seré el hombre más feliz de la tierra»… Y es que la amistad entre ambos había ido en aumento durante las largas jornadas de viaje. La soledad de los departamentos del tren se presta a la intimidad y la confesión. En la biografía de Chaves Nogales lo cuenta así: «En aquellas últimas temporadas y aquellos largos viajes pude ir advirtiendo la evolución que la vida iba trazando en su carácter. Joselito me hablaba a pecho abierto de sus preocupaciones, de su lucha con los públicos, que era también la mía, e incluso de sus desazones sentimentales. Me atrevería a decir que su mayor cordialidad, su más íntimo y humano acento, coincidieron con sus estados amorosos…» .

DON FELIPE PONE CONDICIONES

Es cierto que a la postre ‘Don Felipe’, el padre de Guadalupe, aceptó la boda, aunque con dos condiciones: que tenía que dejar los toros y que al menos un par de años tendrían que irse a vivir al extranjero… Y esto lo conmovió y le hizo dudar de todo, pues si a lo primero estaba ya predispuesto (especialmente el comprobar lo bien que le había ido a su amigo Juan la boda con la peruana), ante lo segundo su espíritu rebelde se sublevó. No estaba dispuesto a esconderse por el cordón sanitario que le imponía la clase aristocrática de Sevilla. «¡Es una condición inaceptable! -le dijo a su amigo el Conde de Heredia Spínola-, eso es humillarme a mí y humillar a su hija… y más cuando acabo de comprar para ella un palacio».

Y así se encaminó aquel fatídico 16 de mayo hacia Talavera de la Reina. Su mente ya estaba en lo que había ideado con su primo ‘El Cuco’ y su cuñado Ignacio (Sánchez Mejías): raptaría a Guadalupe, se retiraría de los toros y viviría entre su palacio de Sevilla y su finca Pino Montano.