El cambio vino de casualidad. Había pedido carretes por internet, pero inútil de mí, me equivoqué. En vez del típico paquete de negativos de 35 milímetros en blanco y negro, llegó uno con diez carretes de medio formato en color. Ni siquiera tenía una cámara de fotos para ellos. ¿Qué hacer? Comprar una de segunda mano a un tipo británico. Más peso para las alforjas. Menos espacio para ropa.

Dudas.

¿Me saldrían las fotos con esta cámara? ¿Enfocaría bien? ¿Sabría poner el carrete? El cosquilleo del inicio. En el fondo, las dudas son un buen síntoma: es señal de que no te estás acomodando.

Aquel viaje -julio del 2016- salí con la bici desde Cadaqués, subí por la costa catalana hasta pasar la frontera y me quedé en Argelès -sur- Mer, la ciudad europea con más campings por metro cuadrado. No saqué la cámara en todo el día.

No hubo ningún encuentro, quizá porque no los provoqué.

Amaneció nublado.

Marcoux y Marione no se quedaban más de dos noches en el mismo camping. Lo supe después de que me dejaran su mesa para apoyar las tazas de mi desayuno. Pensé que era motivo suficiente para estrenar la cámara. La gente suele estar más nerviosa que yo ante el objetivo. Aquella mañana fue al revés. Los carretes de medio formato solo tienen doce fotos. Tenía que pensar muy bien qué iba a retratar. El viaje duraría dos semanas y temía quedarme sin negativos. Aun así, repetí aquella foto.

Me solté.

Luego llegó Patrice, que viajaba solo y me dejó su silla cuando me vio leyendo sentado en el suelo. Después me encontré con Andrew y Jena, una pareja inglesa que se movía como yo, bicis y alforjas. Y finalmente con Marie Edmonde, que a sus 87 años seguía yendo todas las mañanas al mercado de Catllar, acompañada por su viejo perro. Le mandé su retrato por carta. Dos meses después me llegó otro paquete a casa. No eran carretes equivocados, sino una postal de su pueblo.