No te engañes. ¿Qué es lo que verdaderamente quieres? ¿Es hora de dejar de soñar? ¿Cuál es la realidad?

Fue un golpe duro, por supuesto. ¿Se esfumaron los anhelos? Salió el sol. Imagino que dejó de llover, que conseguí dormirme, que evité la hipotermia. Varios ciclistas están coronando el puerto, así que supongo que será tarde. No me paro a desayunar. La ropa está seca; el saco y la esterilla, también. Como si nada hubiera sucedido. No hay un solo charco, no sopla el viento, mi cabeza está llena de dudas. Las dos caras de Peñanegra.

Bajo a Piedrahita, el primer pueblo, a quince kilómetros, sin fijarme en el asfalto, sin saber muy bien cómo trazo las curvas, en trance. ¿Es posible dejar la mente en blanco? Yo la dejo. Soy un zombie, giro de forma autómata. ¿Cuánto permanece un susto en el cuerpo?

Creo que en aquel descenso no era yo, que una parte de mí se había quedado en lo alto de Peñanegra. ¿Una parte o todo el viaje?

Me indigna la gente del pueblo, que caminen con normalidad, que charlen de temas banales, que nadie se percate de lo que ha sucedido 900 metros más arriba; tras pedir el café, lo digo. Se le digo al camarero, a los de la barra, a los que fuman en la puerta, y se lo hubiera dicho al alcalde de haber aparecido por allí. Yo escuché algo a las cinco, fue la máxima muestra de empatía que recibí.

Va a ser un día de pensar mucho, de hablar poco. En Hoyorredondo me persigue un perro. En La Carrera hablo con los de la radio, y no sé cómo habrá sonado mi voz porque una vecina me ofrece agua. Subo el puerto del Tremedal sin dificultad, sin una queja por el calor. Me basta un caño de agua en Becedas para empaparme y cocinar. Todo me parece sencillo. ¿Qué se supone que debo hacer? Hoy tengo el puerto más exigente y el más alto. ¿Hago noche allí? Ni siquiera es obligatorio subirlo. ¿No me voy a dar un descanso? ¿Un descanso o una renuncia? Una tregua. No.

La Covatilla tiene kilómetros realmente complicados. A mí me da igual las rampas, no me intimida ningún porcentaje, al revés, busco esa dureza. Pero hay dos detalles que no soporto: las carreteras anchas y el viento. La Covatilla tiene ambas.

Lo podía suponer, porque es una estación de esquí, pero albergaba la esperanza de que al final desapareciera un carril. Nada. Mientras progreso por unas rectas que no tienen final, a cinco kilómetros por hora, con el viento de azote, mantengo el monólogo. ¿Te vas a quedar otra vez arriba? Intento que el vendaval de Peñanegra no me condicione. No me puedo achantar por un tropiezo, no voy a cambiar por una tromba de agua. Fue un aviso, pasas del cielo a la miseria en segundos. Tendré más cuidado, pero no pienso renunciar a esto.

La cima es un enorme aparcamiento donde Macu, su marido y su hija caminan con una cámara y un dron; pretenden convertirlo en un autocine de verano. Me lo cuentan con la ilusión de los inicios, y también que este año la Vuelta pasará por su pueblo, Candelario, y que finalizará justo donde quiero quedarme a dormir, a dos mil metros de altura. Aún se conservan en el suelo las pintadas de ediciones anteriores. Conforme avanza la conversación soy consciente de que se acabó el debate: ya no me dará tiempo a bajar.

Son más de las once, y ahora que solo veo estrellas, el cielo me parece más limpio que ningún día, y me alegro de haberme quedado. Hace frío, pero sigo paseando por la explanada, y ni siquiera me importa ver relámpagos a lo lejos, como bolas de fuego, cada vez más cerca, porque cuando llevas siete días durmiendo al aire, la tienda de campaña te parece un hogar, algo cálido y confortable, familiar, y me siento más protegido que nunca, por mucho que no deje de ser una minúscula tienda verde sujetada con cuatro piedras que aguanta como puede el viento de la Covatilla.