No es Juan Hidalgo del Moral un pintor que se prodigue en exposiciones. Lo suyo es pintar y pintar a solas, allá en su bonito estudio de San Basilio, sin prisas ni exigencias de ningún tipo. Si acaso la propia imposición, pues este artista nacido en Fernán Núñez, cosecha de 1945, mezcla el disfrute de ponerse cada día ante el lienzo por puro imperativo vital con la angustia casi metafísica del perfeccionismo. Esto le lleva a retocar tanto sus cuadros a lo largo del tiempo («chequeos periódicos» los llama Ángel Aroca) que a veces acaban resultando una obra muy distinta a la trazada en un principio.

Así es este artista inquieto bajo su apariencia sosegada, incluso ensimismada a ratos, hasta que fija la mirada penetrante en algún objeto o persona de su interés y te das cuenta de que ha aparcado sus pensamientos hasta mejor ocasión. Un artista del que los críticos elogian su clasicismo rebozado en la pátina de la contemporaneidad, un pleno conocimiento del oficio y una técnica suelta en pos de la atmósfera deseada. No busca complacer a nadie, de ahí que, siendo además de carácter tímido e introvertido, Juan Hidalgo del Moral se preocupe tan poco por dar a conocer en público lo tan largamente gestado en la intimidad, quizá por miedo a transparentarse demasiado. Esa debe de ser la razón de que sea hombre de escasas palabras, sobre todo si se trata de explicar unas creaciones que nunca da por terminadas, pues le gusta verlas madurar en el taller -donde conviven en plácida armonía con restos arqueológicos y antigüedades por restaurar--, ya sea colgadas en las paredes, ordenadas por montones en cuarentena o sobre caballetes que viste según el impulso del momento. «Debo de tener un espíritu crematístico nulo», responde él con su sonrisa triste cuando si le pregunta por sus ausencias.

Por todo lo dicho, y porque quien fuera durante doce años (1984-1996) director de la Escuela de Artes y Oficios llevaba sin exponer en solitario desde 1985 -aunque sí que ha estado presente en numerosas muestras colectivas--, ha levantado franca expectación en Córdoba la retrospectiva recién inaugurada en la sede de la Fundación Cajasol, donde permanecerá hasta el 16 de noviembre. La muestra, organizada por la Real Academia y comisariada con nervio y pasión por el citado Ángel Aroca, se completa con un espléndido catálogo coordinado por Miguel Clementson Lope, actual responsable del centro de enseñanzas artísticas. En él Hidalgo del Moral, que se había licenciado en la madrileña Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1966, impartió enseñanzas de dibujo -con gran placer por su parte, pues le ha gustado la docencia ante alumnos entonces tan receptivos- hasta su jubilación voluntaria en el 2003. De esa fecha parte la mayoría de los cuadros que ahora muestra a la mirada ajena bajo el título de La belleza es verdad, tomando prestado (Aroca, que es un erudito del arte y de la vida) un verso de Keats con el que resumir anhelos de autenticidad, que en nada están reñidos con la hermosura.

Como la mayor parte de su producción, las 20 obras de gran formato exhibidas -más no caben en la sala- están habitadas por figuras que colocan al hombre como centro del universo. Efebos sensuales y melancólicos, inquietantes en su quietud de escultura greco-romana, que atrapan la atención más que por los rostros o el tema escogido por la vestimenta, pliegues zurbaranescos en movimiento y tejidos blancos que rompen las tinieblas de cobre o azules tormentosos. Y de fondo Córdoba, la misma ciudad de los antiguos muchachos y los arcángeles de Cántico, la Córdoba serena, monumental y eterna.