El pasado sábado, 15 de junio, fecha de la constitución de las nuevas corporaciones municipales tras las elecciones del 26-M, se cumplieron cuarenta y dos años de la celebración de las primeras elecciones democráticas en nuestro país. Ignoro si alguno de nuestros representantes se acordó en su discurso de ese hecho, relevante porque volvíamos a acudir a las urnas después de no poder hacerlo desde 1936. En el Congreso de los Diputados constituido entonces, no encontramos ningún representante de la extrema derecha, si exceptuamos los que podía haber entre los 16 escaños obtenidos por Alianza Popular, en cuyo seno se alojaron caracterizados franquistas (varios de ellos habían sido ministros de la dictadura). Quien sí volvió a la Carrera de San Jerónimo fue Dolores Ibárruri, que ya tuvo un escaño como diputada del Frente Popular, y cuya figura fue conocida sobre todo a partir del papel jugado durante la guerra civil, en particular desde que tras producirse el golpe de estado interviniera en Madrid en un mitin en el cual afirmó que los golpistas serían derrotados y lo sintetizaba en una frase: «¡No pasarán!», expresión ya utilizada por los franceses contra los alemanes durante la Primera Guerra Mundial, pero que desde 1936 se convertiría en un símbolo de la resistencia frente al fascismo y luego contra cualquier posición de ultraderecha. No obstante, como es bien conocido, los sublevados pasaron, llegarían hasta Madrid y Dolores tuvo que iniciar el camino del exilio. Sobre aquella derrota de la democracia en la España de los años 30, siempre me ha gustado recordar las palabras dirigidas por Tuñón de Lara a Fernández Clemente, recogidas por Reig Tapia en uno de sus trabajos: «Jamás te avergüences de España: es el único país, con Vietnam, que resistió tres años un golpe de estado».

En la última campaña electoral, en especial en Madrid, aquel lema ha vuelto a ser utilizado frente a Vox, y también ha llegado idéntica respuesta a la de 1939: «Hemos pasao». Hoy, cuando ya han transcurrido casi cuatro lustros del siglo XXI, en el Congreso de los Diputados se sientan representantes de la ultraderecha, quiero decir que están con las siglas de su partido, puesto que antes algunos estaban camuflados tras las del Partido Popular. También los vemos en parlamentos autonómicos y como concejales de los ayuntamientos, y están ahí por una decisión libre de los ciudadanos que los han votado, a lo cual nada hay que objetar. Una cuestión diferente es que, puesto que en ningún caso Vox ha obtenido mayoría absoluta (a excepción de cinco pequeños municipios), llegue a acuerdos con otros partidos que les permitan participar en el gobierno de su comunidad o de su ayuntamiento, bien de forma directa con representación en algún nivel de los ejecutivos o bien indirecta, tal y como ocurre en Andalucía, donde hemos tenido ocasión de comprobarlo no solo en la votación de investidura sino también en el pasado debate presupuestario.

Que el PP pacte con quienes proceden de sus filas parece lógico, pero resulta incomprensible que lo haga un partido que decía venir a cambiar la escena política española, y que además se define como liberal, término que se atrevió a aplicar incluso a su versión del feminismo. Ciudadanos ha permitido que la ultraderecha ocupe un lugar de privilegio a la hora de decidir gobiernos, con notorio olvido del significado del término liberal desde que adquiriera contenido en las Cortes de Cádiz. Los republicanos que defendían Madrid en la guerra civil decían en una pancarta, junto al «No pasarán», que su ciudad sería la tumba del fascismo. Ahora, esa falta de vergüenza política en la decisión de Ciudadanos de permitir que la ultraderecha participe en el gobierno del ayuntamiento de la capital de España, quizás sea su tumba (política, por supuesto).

* Historiador