Estoy harto de que me riñan. Soy un ciudadano cansado. Yo, que he visto desaparecer el MSN Messenger, que he visto acabar Arrayán, que vi el debut de Borrell en el Debate sobre el estado de la nación de 1998, comiendo galletas Príncipe, sentado en el suelo de mi salón, que sufrí lo del Odense; que recuerdo a Verónica Pérez, rodeada de micrófonos, decir «la única autoridad en el PSOE ahora mismo soy yo», que me peleé por un balón de Nivea, qué compartí perol con Herminio Trigo. Yo, que milité en el Sindicato de Estudiantes, que fui delegado de clase tres o cuatro cursos en EGB, que una vez soñé con cambiar el mundo desde la tribuna de oradores, que una vez estuve cerca de alistarme en una batucada; asisto ahora a este desmoronamiento de lo público. A esta burocracia caprichosa. A estos discursos mascados, enlatados, glutamáticos, tan emocionantes como el tofu, tan profundos como el ataúd de un tranchete. Este universo del yo. Este cementerio de identidades. Pechos hinchados y moños altos. Barbas perfiladas y fulares morados. Esta política de escaparate. Estos partidos embrutecidos. Ofensas y mamandurrias. Y mientras tanto, los de siempre, bailando los varales, trayendo las bolsas del supermercado, sacando tiempo de donde no hay para que no se marchiten las familias, las amistades, ni los amores de verano.

Como socialista asintomático que soy, hacía muchos años que no asistía a la política nacional con tanto desencanto. No es aburrimiento, es tristeza. No es nostalgia, es desesperanza. Me sorprenden los bandazos. Una cosa es cambiar de opinión, que es un placer al que aspiramos algunos seres humanos, y otra es decir una cosa y la contraria en apenas un puñado de semanas. La impunidad de muchos representantes públicos cuando afrontan, con una sonrisa, estos virajes, me inquieta. O somos desmemoriados o hemos bajado las exigencias. Yo creo que todos los políticos no son iguales, pero que empiezan a confundirse unos con otros. Son como esos actores a los que se les nota incómodos pronunciando la mala frase de un guión. Como diciendo «menuda película de mierda estoy rodando», pero sabiendo que su papel está muy bien pagado.

Se cuestiona mucho la capacidad de los que mandan, pero muy poco el mérito de los que obedecemos. Como si la virtud de los políticos no fuera, al fin y al cabo, un producto de nuestra inteligencia como votantes. Nosotros elegimos quienes son los que cortan el bacalao que nos vamos a comer; qué mínimo que estar pendientes. Tener ideología no es legar nuestras inquietudes a unas siglas de partido. Ni comprar packs de pensamiento como si fueran latas de cerveza anilladas en la vitrina del supermercado. Doy por hecho que es un proceso más aristado, pero también un deber: entender de qué va la vaina y actuar en consecuencia. La pereza responde a algunas de las más complejas preguntas de nuestra sociedad. A veces creemos que la maldad y la idiotez causan nuestras desgracias, pero casi siempre es la desgana, la más elemental vaguería, la que impide que seamos mejores, que creemos mejores estructuras, que crezca este nosotros desarrapado.

Cada paraíso tiene su huracán, cada persona tiene sus debilidades. Pero nos iría mejor poniéndonos serios de vez en cuando y no comprando todo lo que nos ponen los mercaderes por delante. Dejar de sentirnos culpables. Mirar un poco arriba. Dudar de quien dice que nos quiere. Ser honestos con lo que votamos. Hacernos los interesantes, no trincar la primera papeleta que el odio o el aburrimiento ha puesto en nuestro camino. Escribo esto recién apagado el televisor tras una moción de censura donde no ganó nadie y sólo perdimos nosotros. No os confundáis. Funestas prioridades. Para nuestros representantes solo era un día más en la oficina. Para millones de personas, solo un día más, mirando la pantalla desde el sofá, sin tener un sitio a donde ir a trabajar.