Parece que por fin empieza a haber una aceptación universal del hecho de que nos acercamos a gran velocidad a una catástrofe ecológica y que hay que empezar a actuar seriamente para evitarla. Ya era hora. Gracias a la Cumbre sobre la Acción Climática de las Naciones Unidas, el mes pasado, el tema ha sido portada de todos los medios y me gustaría aprovechar esta ocasión para hacer tres observaciones y un pronóstico.

La primera observación es que no hay que menospreciar nunca el poder de los símbolos. Los científicos llevan años alertando de la gravedad de la situación, tras haber llegado al consenso, primero, de que la Tierra se estaba calentando más rápidamente de la cuenta y, algo más tarde, de que la mayor parte de la culpa era de la actividad humana. Pero las conclusiones de los expertos a menudo se pasan por alto, sobre todo si no nos gusta lo que implican, por eso han tardado tanto en llegar a gran parte de la población. La puntilla no ha venido de la ciencia sino de una persona cualquiera que se ha convertido en la cara visible del movimiento. Siempre empatizarmos más con una adolescente enfadada acusándonos de haberla dejado sin futuro que con un sabio presentando un power point con datos irrefutables, y los que han sabido explotar esta peculiaridad humana para crear un símbolo que removiera conciencias se merecen todo el agradecimiento.

La segunda es que, como diría Brossa, la gente no se da cuenta del poder que tiene y, añado yo, por eso no lo sabe usar. Por desgracia, la cumbre ha dejado un legado práctico bastante exiguo, como sus predecesoras. Buenas intenciones pero pocas acciones útiles. Por mucho que millones de personas pidan un cambio, si no ejercen una presión real, la utopía siempre acabará chocando con la realidad. También hay que recordar que aunque protesten todos los menores del mundo no se moverá nada porque, por diseño, el sistema democrático los mantiene al margen: mientras no puedan votar, los políticos no tienen ningún incentivo para hacerles caso.

Los que gobiernan prefieren obedecer al capital, que siempre mueve los hilos. Dos de los principales países contaminadores, India y China, se hacen el loco con los compromisos porque están en medio de una revolución industrial que los tiene que llevar donde llegó Occidente hace ya medio siglo, y no creen que sea justo que les obliguen a cortarse las alas. Hay demasiada gente que debe salir beneficiada (y enriquecida).

La última observación es que aunque lo disfrazamos de ecologismo altruista, la lucha contra el cambio climático no deja de ser puramente antropocéntrica. Nos hemos cansado de decir que estamos destruyendo el planeta y acabando con su riqueza biológica, pero el planeta no tiene ningún problema: lo tenemos nosotros. Si miramos la Tierra como una entidad global única, esa especie de gran sistema autorregulado que Lovelock llamó Gaia, lo que pasa con el clima no tiene relevancia. Si se funde todo el hielo y los humanos nos ahogamos, Gaia seguirá llena de vida. Si hacemos desaparecer a la mitad de las especies, a la biosfera le será indiferente: ya ha habido cinco extinciones masivas, con pérdidas de entre 75 y 96% de todos los seres vivos cada vez, y siempre se ha rehecho. A menos que logremos partir la roca que nos sostiene a golpe de bomba atómica, los humanos no somos un verdadero peligro para la Tierra. Pero todo esto que desde el punto de Gaia es insignificante, desde el nuestro es el apocalipsis. Dejemos de pretender que los esfuerzos son para salvar el planeta: somos nosotros los que estamos en peligro. Debería ser motivación suficiente.

Termino con el pronóstico. Mientras las generaciones nacidas en la bonanza del siglo XX controlen el poder, la lucha contra el cambio climático avanzará a pasitos de hormiga. Pero cuando los ciudadanos del siglo XXI cojan el timón, las cosas cambiarán de una vez. Tengo la esperanza de que los jóvenes que han sido capaces de salir en masa a la calle a quejarse no se volverán unos cínicos cuando les llegue el momento de escuchar los cantos de sirena del capital. Porque si también caen en la trampa, Gaia seguirá haciendo la suya, sin duda, pero puede que nosotros ya no estemos para tomar nota.

*Médico e investigador de la Universidad de Leicester