La Navidad, además de un tiempo que el capitalismo alarga desde septiembre hasta mediados de enero, es un reflejo festivo del ser humano en su esencia, la infancia. Hay quienes por norma reniegan de la Navidad por ser un tiempo donde se impone una filosofía que impide pensar por estar sobrecargada de luces y compras. Pero si nos adentramos en nosotros y contemplamos las navidades de nuestra vida veremos cómo solo se parecen a las de ahora en el Niño Jesús, en los villancicos y en el Portal de Belén. El ruido proviene de los grandes almacenes y de quienes vieron en este tiempo el mejor momento para vender. Las navidades de cuando éramos niños empezaban el día de la lotería, cuando oíamos por la radio «veinte mil pesetas...» y yo empezaba a ayudar a Marcelino a terminar el portal de Belén de la iglesia, que era el de todo el pueblo. Luego, desde los altavoces de la torre se oían villancicos durante la mañana, lo que recordaba al san José «bendito, ¿cómo te apañaste?» del año pasado, a la Virgen María lavando y al Niño Jesús acostado entre pajas junto al buey y la mula. Para nosotros el mundo era aquel río que atravesaba el belén lleno de pastorcillos, de vacas y ovejas y algún que otro angelito perdido encima de un árbol. Era el cielo que deseábamos, el que nos habían enseñado en la escuela y en el catecismo y el que cantábamos en la rondalla, que actuaba por todos los pueblos de alrededor. Luego, ya de vacaciones, por las noches nos íbamos por las calles y entrábamos en las casas de los ricos a pedirles el aguinaldo con un villancico después de haberles preguntado «¿se canta o se reza?». El 24 nos íbamos a la Misa del Gallo y a besar al Niño y ya de mayores, a los bares y discotecas a celebrarlo. Lo que nunca existió en aquella infancia era la obligada cena de navidad de ahora, donde las madres empiezan a comprar en septiembre, porque está más barato, dicen, lo que nos van a poner esa noche de diciembre, en la que no disfrutan demasiado por tanto pensar en la cocina. Hasta que la televisión no nos invadió por completo nunca cené oficialmente la noche de Nochebuena; nos sentábamos en la candela, asábamos chorizos y lomo, y al terminar nos juntábamos con todo el pueblo en la misa del Gallo o en los bares. La Navidad siempre ha sido el cielo de la infancia, ese que se me aparecía por el barrio La Latina de Madrid --cuando era estudiante y espectador de claque-- en la voz de Raphael cantando El pequeño tamborilero. Los Reyes, sin embargo, fueron otra cosa, la pobreza institucionalizada, el mismo carro de madera del año anterior y algunas naranjas y calcetines nuevos. Serían las rebajas de la infancia.