Es probable que a los más jóvenes, por una simple cuestión generacional, les pase desapercibido, pero quienes peinamos ya canas no podemos evitar la alarmante sensación de que estamos poniendo el mundo del revés; tanto, que más pronto o más tarde acabaremos pegándonos un mamporrazo de esos que hacen época. No hay día en que no se conculquen valores que nos sostienen desde pequeños, que no debamos renunciar a algo, que no veamos cómo se descompone todo alrededor, envuelto en un tufillo de demagogia, arengas populistas, adocenamiento, estulticia, imbecilidad, o ejercicios descarados de proselitismo. Vivimos tiempos del todo vale, de derechos y no de obligaciones, de chorizos y de mangantes, de pelotazos y de abusos, de corruptelas y de cohechos, de mediocres y de arribistas, de frikis y paniaguados, de dilapidación y doble moral, de circos y de leones, de figurantes y de apariencias, de permisividad e impunidades, de antes muertos que sencillos, de quiero y no puedo, de desparrame e inconsciencias, de quítate tú para que me ponga yo, de hipócritas y de aprovechados, de postureos y de complejos, de esfuerzo penalizado y mérito menoscabado, de pan para todos y hambre para unos pocos, de fugas y de cerebros, de manipuladores y carteristas, de ineptos y de zopencos... Y que conste que, parafraseando el sorprendente artículo incluido en cierta convocatoria oficial, todas mis referencias que «utilizan la forma de masculino genérico deben entenderse aplicables a mujeres y hombres». Una obviedad que ignora aquello de la economía del lenguaje y de lo sabias que son las lenguas, por más que deban mantenerse vivas. Todo sea por moverse dentro de los acomodables, opresivos, esclavizantes y restrictivos márgenes de lo políticamente correcto.

Son tiempos en los que, a base de potenciar lo diferente, hemos alcanzado tal igualdad de oportunidades que las posibilidades de triunfar o de salir en televisión y otros medios de masas se incrementan en función del grado de necedad, analfabetismo funcional, excentricidad o saña; que es difícil no sentirse un extraño en el paraíso si se hace una vida medianamente convencional. Como decía un cómico muy conocido, hoy, saber quién escribió La Regenta te convierte en un raro. Parece como si los medios de comunicación, en su necesidad acuciante de rellenar contenidos e incentivar el morbo, garantía segura de éxito, primaran las noticias de medio pelo frente a aquéllas que puedan exigir un mínimo atisbo de esfuerzo intelectual. Potenciar que el personal piense puede ser peligroso. Mejor una masa informe e idiotizada, capaz de gastarse un pastizal en una botella de agua con una salchicha dentro porque alguien ha dicho que es beneficiosa para la salud, que gente con criterio, informada y crítica, en condiciones de cuestionar a quien haga falta. Esta última resulta incómoda. Por tanto, mejor acallarla. Sirvan como ejemplo los ecos en prensa y redes sociales de la iniciativa emprendida por un economista colaborador en diversos programas de televisión pidiendo la demolición del acueducto de Segovia por considerarlo ejemplo paradigmático del gobierno de signo opresor e imperialista de la antigua Roma. La propuesta pide además, no sé si en serio, porque detecto --o tal vez quiero detectar-- en el fondo un componente metafórico y provocador, cierta extraña y corrosiva ironía, que una vez demolido se construya con sus piedras «un centro por la memoria y contra la explotación laboral». Inefable.

El acueducto de Segovia, Monumento Nacional desde 1884 y Patrimonio Mundial de la Unesco desde 1985, es una de las obras más emblemáticas y mejor conservadas de la cultura hispano-romana, con relevancia universal debido a la monumentalidad, pericia arquitectónica y dechado de ingeniería civil que constituye su famosa arquatio, imprescindible hoy en el paisaje patrimonial de Segovia, y una de las imágenes recurrentes y memorables de la Hispania antigua. Los acueductos se construyeron para abastecer de agua corriente, saneada y continua a una ciudad, pero también como símbolo de confort, prestigio, riqueza y urbanidad. Los romanos en esto fueron pioneros, y unos adelantados a su tiempo; tanto, que el de Segovia ha seguido en uso durante siglos. El agua es vida, pero también placer, lujo, civilización, cultura. Tal vez si muchos de los que hoy pasean sus triunfos circunstanciales por nuestra vieja piel de toro bebieran un poco más (de agua, se entiende), la sangre les fluiría con más fuerza e irrigaría mejor sus respectivos cerebros. Vivimos tiempos de locos; hay momentos en los que ya no sabemos si estamos despiertos o bajo los efectos de algún psicotrópico; pero ante ciertas actitudes no cabe otra que el rechazo general y unánime, desde el respeto, la educación, el sentido crítico y el civismo, que se echan cada día más en falta.

* Catedrático de Arqueología UCO