Hace algo más de veinte años, el día de san Rafael de 1997, visité en la Biblioteca Nacional una exposición titulada Ex Roma Lux. Recogía la forma en que a través de libros y grabados la Roma antigua había servido en el Renacimiento y en el Barroco para dar luz a los estudios sobre el mundo clásico. Los restos del pasado de aquella gran ciudad sirvieron, pues, para ilustrar el conocimiento, iluminaron durante algún tiempo la vía para llegar a la comprensión de un mundo idealizado por aquellos investigadores. Más allá del contenido de la muestra, la he recordado porque en estos días es frecuente escuchar la palabra luz, o luces. Cuando aparece en plural, al menos a mí me ocurre, de inmediato la asociamos con el siglo de las Luces, con la centuria ilustrada, con una nueva forma de analizar el mundo y la sociedad que pretendía romper con la estructura rígida de lo que los franceses denominaron Ancien Régime (Antiguo Régimen). El objetivo era superar los esquemas de interpretación usados hasta entonces, y que básicamente eran la tradición, la revelación y el argumento de autoridad, y para ello la alternativa era el uso de la razón.

Lo explicó muy bien Kant en un folleto breve, pero pleno de contenido, ¿Qué es la Ilustración?, donde desde el principio exclama: «¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración». Añadía el filósofo que para alcanzar esa ilustración, solo había un requisito: libertad, la cual se encontraba con gran cantidad de limitaciones, que desde su punto de vista tenían justificación en el ámbito privado pero era taxativo en lo siguiente: «el uso público de su razón le debe estar permitido a todo el mundo y esto es lo único que puede traer ilustración a los hombres». Kant escribía estas palabras en 1784, de ahí que reconociera que no se vivía en una época ilustrada, pero sí de ilustración, de modo que se podría llegar a aquella si los gobernantes libraban a los ciudadanos de las tutelas (limitaciones) que ejercían sobre ellos. Aún resulta de interés la lectura de ese breve texto kantiano, cuyo contenido nos permite confirmar lo que nos aconsejó Antonio Machado en su Juan de Mairena: que «en leer y comprender a Kant se gasta mucho menos fósforo que en descifrar tonterías sutiles y en desenredar marañas de conceptos ñoños». Por cierto, en español no pudimos conocer ese folleto hasta 1941, cuando junto a otros textos del filósofo alemán fue publicado por El Colegio de México, con prólogo y traducción de Eugenio Imaz, uno de nuestros filósofos exiliados, que como otros muchos realizó una aportación intelectual relevante en México y Venezuela. Un ejemplo más de lo que supuso ese exilio republicano del que este año se han cumplido 80 años y en cuya conmemoración se han desarrollado múltiples actividades. Aquella obra sería reeditada años después (1979) por Fondo de Cultura Económica, una editorial mexicana con la que mantendrían una activa colaboración Imaz y muchos exiliados españoles.

En la España del siglo XXI no buscamos una referencia que arroje luz sobre nuestro presente, tampoco nos acogemos a las luces que pueda suministrarnos la razón, nos hemos olvidado de lo cualitativo. Hoy parece que todo se reduce a una cuestión de cantidad de luces, entendidas en su acepción primaria, aparatos que alumbran y hacen aún más visibles las calles. Esa es la carrera emprendida por varias ciudades españolas, cuyos alcaldes incluso han rivalizado, al parecer en tono humorístico, acerca de la distancia a la que se verían las luces de su ciudad. En esa competición están Vigo, Madrid o Málaga, y desde este año Córdoba. Al menos estas son las que más suenan, y es curioso que en ninguno de esos casos de rivalidad por ver quién tiene más, a la cabeza del ayuntamiento se halle una alcaldesa.

* Historiador