Entre los muchos lances de la asendereada biografía del presidente Tarradellas reveladores de la dignidad que ahormó su vida entera, quizás ninguno más expresivo que el dado a conocer por un gran periodista en el que el Infante D. Juan de Borbón depositara su mayor confianza, correspondida por una lealtad ilimitada.

Cuenta así el donostiarra Luis M.ª Anson que en la primera visita que hiciera al Palacio de la Generalitat el abuelo paterno del actual monarca, el titular por aquel entonces del Govern, ante la estupefacción de los asistentes, lo recibió genuflexo y con las siguientes palabras: «Yo me inclino ante mi Señor natural, el conde Barcelona...». Nada, en efecto, contenía la mencionada frase de humillación o menos aún de servilismo. En los antípodas de cualquiera de dichas posturas, solo manifestaba un sacrosanto respeto por la historia y la mejor tradición de una Monarquía como la española, definida insuperablemente por los célebres versos calderonianos en una de las obras más refulgentes del gran teatro de los Siglos de Oro, adehala mayor de nuestra incomparable literatura clásica.

Un personaje que, en la hora más trágica de la historia española y en sus secuelas inmediatas no menos terribles, hiciera frente con admirable dignidad a sus episodios más lacerantes en el doble plano individual y colectivo, no dudó, en el momento de su mayor celebridad y fulgor de su carrera política, en recobrar los usos y costumbres de una época en que la aureola regia, a nivel institucional, daba savia y vida a una sociedad en que poderes y atribuciones estaban nítidamente articulados sin confusiones y ambigüedades. Apostando decididamente por la vigencia y futuro de tal conducta, Tarradellas volvía a dar una gran lección a las generaciones que protagonizaban el capítulo acaso más crucial de una Transición que halló en el president uno de sus artífices decisivos y, desde luego, más entusiastas. Él que afirmaba que «en política cabe todo menos el ridículo», no vacilaba, en un acto coram populo y de enorme repercusión mediática, en rendir tributo a ceremonias ahincadas en el surco más profundo de la historia del Principado y del país entero. Sin menoscabo alguno de la dignidad propia y de la representación popular por él ostentada, marcaba a sus conciudadanos la ruta para un futuro de progreso y autenticidad identitaria: todo en la Historia, nada fuera de ella.

Al recordarlo decenios después de su desaparición, tal vez se preste a su pueblo el servicio más preciado por su noble carácter y límpida trayectoria gobernante.

* Catedrático