El descubrimiento y colonización de América es el episodio de mayor trascendencia de la historia hispana. Ningún español ni española renunciará, sin peligro de ver esfumarse su identidad más profunda, a la pieza más importante de su inmenso, polivalente, grandioso patrimonio civilizador. Solo en circunstancias en verdad especiales como las hodiernas cabe albergar alguna tentación sobre el significado y alcance del acontecimiento; mas, aun así, no pasará tal estado de ánimo de una contrariedad o malhumor pasajeros.

Empero, de otra parte, ello no empece para reflexionar un instante sobre el rumbo africano de nuestra historia, en contraposición al atlantista que condujo al magno suceso de 1492. No a manera de historia virtual o novelada, frontalmente obstruida a cualquier servidor de Clío, por amante y respetuoso que sea (como lo es el articulista) con las narraciones que lo recrean según los designios inventivos y solaces imaginarios de sus cultivadores, hoy legión fuera y dentro de nuestras fronteras. Ciertamente dependió casi de un azar el que la primera nación de la historia no encaminase las espectaculares energías usufructuadas al terminar la empresa reconquistadora por los derroteros legados por la poderosa herencia aragonesa. A finales del Cuatrocientos, la recuperación de Constantinopla para la cristiandad despertaba en las grandes naciones europeas -Francia y España, primordialmente- la más intensa querencia, Y ningún otro pueblo como el español se hallaba en mejor coyuntura para materializarla y abrir paso a un nuevo capítulo de Europa y del mundo.

¿Fue el hoy denostado por doquier --también, helas, en su amada España-- Colón el torcedor de tan sugestiva deriva? En buena medida, tal vez sí. Lo cual en manera alguna es óbice para no experimentar honda empatía con su prodigiosa y feliz aventura, con reluctancia profunda y hasta casi visceral a las plumas, gritos y empeñones que en la actualidad occidental se afanan por volatilizar toda huella o recuerdo de una empresa sin igual en la historia. No es por entero descartable que, para el porvenir de la naciente Monarquía Hispánica bajo la égida de los Reyes Católicos, la prosecución del «rumbo» norteafricano hubiese adelantado y asegurado por varias centurias su status de primera --y solitaria...-- potencia mundial.

Pero incluso en tan halagüeño supuesto, el impar, inmarcesible Rubén Darío (1867-1916) no sería el autor de la remecedora estrofa «...ínclitas razas ibéricas», ni de la otra no menos impactante: «¿tantos millones de hombres hablaremos inglés?»...

* Catedrático