No cabe duda que el paso del tiempo suele cambiar nuestra perspectiva sobre los hechos pasados, nos muestra unos resultados que en su momento no preveíamos y, sin que nos hayamos dado cuenta, también acaba por habernos cambiado a nosotros mismos. Hace siete años España puso en pie su indignación. No se si tuvo más peso alguno de éstos motivos, o tal vez todos por igual, pero lo cierto fue que entre los estragos de una crisis salvaje, la inexperiencia de gobernantes y agentes sociales para gestionarla (no se habían visto en otra mayor) y la patente visibilización de los defectos de un clientelar y decadente sistema que se había venido instalado en los años precedentes, la población se vio impelida a manifestar un «hasta aquí hemos llegado». Una indignación que traspasó barreras de edad, género, raza, clase e ideologías para convertirse en denominador común del sentimiento generalizado. Desde la perspectiva de los siete años transcurridos todas aquellas manifestaciones, proclamas, asambleas y acampadas (recordarán la más sonada de la Puerta del Sol), ya nos llegan a parecer hasta ingenuas e inocentes habida cuenta de lo poco que se ha conseguido, y de que a día de hoy es posible que tengamos los mismos motivos o más para indignarnos. Cierto que los indicadores económicos muestran que en ese sentido se ha mejorado bastante a nivel nacional, aunque no toda la población lo perciba por igual y que también habría que ver de quién ha sido el mérito, pero con respecto a otros asuntos que se van haciendo históricos como corrupción institucionalizada, cuestionamiento del Estado de Derecho, crisis de representación, desigualdad territorial, protección social, pensiones, violencia de género, igualdad real, paro..., a los que se suman nuevos frentes como el independentismo catalán, crisis del poder judicial, precariedad laboral, terrorismo islámico..., no cabe duda de que en estos siete años se ha mantenido viva nuestra indignación, diría más, en este tiempo hasta aquellos que en 2011 se erigieron en representantes de los indignados también nos han llegado a indignar en más de una ocasión. Pero bueno, tampoco es cuestión de transmitir un mensaje derrotista y alegrémonos de haber obtenido algunas cuentas en positivo de todo esto, no previstas ni pretendidas en su momento, pero positivas al fin y al cabo. Por ejemplo el hecho de que la necesidad haya llevado a nuestras empresas a conquistar nuevos e impensables mercados extranjeros. No solo han logrado sobrevivir, sino también crecer y contribuir a reducir la deuda externa de la nación. Positiva ha sido también la solidaridad familiar o la novedosa y creciente economía colaborativa que en no poco ha suavizado durante estos años la precariedad de los consumidores y generado oportunidad con un sinfín de modelos de negocio hasta hace poco inexistentes. Desplazamientos compartidos, garajes compartidos, hospedajes compartidos, oficinas compartidas, financiación compartida... Todo un hito para nuestro individualismo innato. Otra importante cuestión que no deja de ser positiva ha sido el surgimiento de nuevos partidos. Sin entrar a cuestionar si son mejores o peores que los partidos hegemónicos tradicionales, hay que reconocer que han venido a romper el alternante y cómodo bipartidismo en que éstos se habían instalado. En ambos polos ideológicos se ven ahora obligados a soportar la crítica y el control, ya no solo de la natural oposición, sino también de posiciones «amigas». No es poco. Podría seguir con alguna que otra bonanza más pero a modo de conclusión prefiero finalizar con lo que creo verdaderamente importante y positivo: el aprendizaje sobre la gestión de la propia indignación. En aquel mayo de 2011 la población explotó indignada por haber estado callando ante la acumulación de muchos motivos que la vulneraban. Ya no es así. Hoy la población se expresa y manifiesta cada día sin esperar a explotar de indignación. Vemos cómo los pensionistas demuestran que las clases pasivas pueden llegar a ser muy activas en la defensa de sus derechos, cómo las mujeres ya no se conforman con una igualdad que solo queda recogida en el papel y salen a la calle a exigir igualdad real, cómo se expresa contundentemente y al instante el desacuerdo con cualquier decisión judicial que se considere injusta por su lejanía con la realidad social abriendo el surco político a la permanente y necesaria actualización de nuestro sistema legal, o cómo la población ya ha perdido el miedo a manifestarse abiertamente contra el terrorismo, el maltrato, la corrupción, o cualquier otra cuestión por la que se sienta afectada. Tanto tiempo de indignación nos está enseñando a lidiar con ella y evitarla, algo parecido al Harto ya de estar harto que cantaba Serrat. Ocurre aquello que nos enseñaron sobre que a los siete años se adquiere el uso de razón, pero hay que seguir madurando.

* Antropólogo