Más allá del privilegio indudable que ello supone -no todo el mundo tiene la oportunidad de habitar en el corazón palpitante de una ciudad histórica de la prosapia de Córdoba-, en los últimos años vivir en nuestro centro monumental se está convirtiendo en un suplicio cotidiano, por mil razones entre las que ocupan un lugar de privilegio la saturación acústica, la invasión del turismo, la gentrificación, la ausencia de educación cívica, la carencia de servicios, la suciedad, y las obras. Obviamente, nada que decir en cuanto a la necesidad de mantenimiento, adecuación a las nuevas necesidades urbanas o el adecentamiento de nuestras calles y plazas. Cualquier ser vivo -incluso inerme, como coches, trenes, aviones, aparatos electrónicos, motores de cualquier tipo, electrodomésticos, etc.- necesita de permanentes revisiones a fin de garantizar su buen funcionamiento y evitar o corregir su natural deterioro. Nada, pues, que decir al respecto. Eso sí, generalmente intentamos que tales puestas al día, dentro de su amplia casuística, sean rápidas y efectivas, y no haya que repetirlas de forma continua y con frecuencia innecesaria, por las molestias y el desgaste que suponen. Todos entendemos y aceptamos estas premisas por cuanto representan de determinantes para nuestra calidad de vida. ¿Por qué no, entonces, nuestros responsables urbanísticos? Córdoba lleva ya muchos meses metida en obras: sucia, polvorienta, caótica, víctima del ruido, imprevisible, harapienta; aspectos agravados hasta límites peligrosos por la contaminación ambiental, la falta de lluvias y unas temperaturas extremas, que nos tienen en un sinvivir. Muchas de estas obras podrían resolverse con rapidez, limpieza y eficiencia, y, sin embargo, acaban eternizándose por algún misterio administrativo que a la media de los mortales se nos escapa, haciéndonos de paso imposible el día a día.

Sirva como ejemplo paradigmático lo que está ocurriendo en las calles Pedro López y Gutiérrez de los Ríos. Desde la más absoluta de las ignorancias parece que lo lógico habría sido levantar una, terminarla y pasar a la otra. Pues no, hace ya tres meses que los pavimentos de ambas vías fueron picados y retirados, y que los vecinos de la zona viven un auténtico infierno, agravado por el peligro de tropezones, la imposibilidad de circular con sillas de ruedas, la inaccesibilidad para ambulancias, coches de bomberos o simplemente personas discapacitadas, la suciedad más absoluta (en fechas en las que abrir las ventanas en las primeras horas del día parece cuestión vital), y sobre todo la falta de perspectivas. Supuestamente el plan era poner fin a tamaño despropósito antes de que finalizara agosto, pero hete aquí que hemos vuelto de vacaciones y la situación no sólo no ha mejorado, sino que tiene visos de perpetuarse. ¿Por qué? Alguien tendría que dar una explicación; justificar ante los vecinos de la zona los porqués de semejante arbitrariedad. Ya no entro en los materiales utilizados (de nuevo, omnipresencia del granito, capaz de alcanzar 50 o 60 grados cuando se calienta en verano), los drenajes planificados (si algún día vuelve a llover diría, a simple vista, que podrían provocar graves problemas), la ausencia de elementos verdes (los pocos árboles que había, han sido arrancados impunemente), o la estética general del nuevo diseño (ausencia de aceras bien definidas, con el peligro que ello representa para los peatones), sino en la falta de respeto que una actuación así supone para vecinos, viandantes y cordobeses en general, que han debido ver en estas últimas semanas ruedas de coches reventadas, personas mayores confinadas en sus casas ante el riesgo de caídas, negocios afectados, cocheras bloqueadas, direcciones de tráfico en cambio permanente, casas convertidas en lodazales… Todo ello de verdad incomprensible en una ciudad moderna, bien gestionada y empática, que transmite de paso al mundo una imagen muy poco a la altura de sus cuatro títulos como Patrimonio de la Humanidad. ¿Hasta cuándo tendremos que soportar la incapacidad de nuestros gobernantes para cumplir con sus obligaciones más básicas, la abulia generalizada, el fracaso de los proyectos colectivos, nuestro eterno vivir a la cola? Córdoba necesita de gestores solventes y resolutivos, capaces de ponerse en el lugar del ciudadano y evitarle molestias prescindibles, al tiempo que cuidan la imagen de la urbe como si fuera la de su propia casa. En el fondo eso es lo que implica la semántica de la palabra política. El problema es que nadie parece entenderlo. ¿Cómo comprender el inexplicable silencio de la mayor parte del barrio ante esta agresión, mantenida en el tiempo? Está claro: otra de nuestras muchas asignaturas pendientes, que posiblemente nunca aprenderemos del todo, es el ejercicio activo (y crítico) del derecho básico de ciudadanía.

* Catedrático Arqueología UCO