Uno no es que sea un fanático seguidor de la moda, pero me atrae la morbosa cara oculta de las tendencias. Siempre existe un intangible panal de rica miel que, de alguna manera todos seguimos, y en un momento determinado de nuestra vida nos fuerza sin darnos cuenta a ataviarnos con pantalones de campana, hombreras gigantescas, calzoncillos supervisibles, o barbas maqueadísimas a juego con trabajadas y narcisas sesiones de gimnasio. Por ello, los influencers, con nombres menos engolados y sin tanta tontada, han existido siempre. Te llevaban a llenar un garito y por su divino o interesado capricho, a las pocas semanas en el susodicho no entraba un alma.

Ahora, en ese tonteo en el que se mojonean iconitos, se ha hecho viral la presencia de los maxi flotadores. Nadie eres si no sobaqueas camino de la playa o la alberca ese plástico fosforescente e inflable. No hay meta mensajes en las influencias, o acaso sí. Te agarras a la privacidad de las aguas mansas y a ese cuello de cisne credicito y fondón que se ha vuelto patrimonio de niños grandes. Adulteramos --por enlazarlo con los adultos-- ese nirvana de críos que balbuceaban en la orilla, que auto gestionamos para brindar falazmente por la salida de la crisis. Estos cisnes matacarrillos son la versión playera del gigante de la habichuela. Una engañifa de opulencia que retrata estos tiempos infantiloides.

Porque los flotadores no son los anillos de los árboles, pero también hollarían las vivencias de varias generaciones de españoles. Cincuenta años atrás, El Virginiano arrasaba en una cadena que era Una, Grande (por esa anchura de culo del televisor) y me temo que no Libre. El sombrero de Trampas marcaba tendencia en la protección solar de sus hijos a la que recurrían aquellas madres sabias. El rosco comenzó a estamparse, diversificando el cuello de ánade. El diámetro era el que era, y a pesar de todo, había quien lo atravesaba en la piscina lanzándose de cabeza, con gran disgusto y piel violácea de quienes se quedaban empotrados en el intento. Para gigantismos, irrumpían las cámaras infladas de las ruedas de los camiones, anticipando, en aquel cuadrángulo de aguas cloradas, la disyuntiva entre la negrura del heavy metal y la dúctil blandura de los patitos del pop.

La democracia también acercó a aquellas pequeñas cosas el cartesianismo de la regulación. Ya no podían refrescarse sandías ni gaseosas sumergiéndolas en las piscinas públicas, y los manguitos desplazaron a unos flotadores que ya olían al calafate de las antiguas barquitas de los pescadores. El reinado de los manguitos fue superior al de los vídeos Beta, pero llegó imparable el tiempo de las burbujas, los chalecos salvavidas y los churros. Y la eclosión de piscinas cubiertas --aunque en Córdoba hay una que lleva casi una década durmiendo el sueño de los justos--. En ellas, los párvulos completaban la terna de iniciación de los nativos digitales: chute de inglés, gorrito y chanclas para los hongos, y crédito ilimitado para deslizar el pulgar sobre la tableta.

Los maxi flotadores se desinflarán como una tormenta de verano. Se pincharán como aquellas barquitas motorizadas por el brazo de tu padre en las que bamboleaste el primer olor del mar. Todo es pasajero, hasta los esnobismos. Todo, salvo los buenos recuerdos.

* Abogado