Las fiestas navideñas se prolongan un día más y alcanzan este domingo, en el que la liturgia de la Iglesia celebra el bautismo del Señor. En el evangelio de las eucaristías, contemplaremos a Juan el Bautista, junto a las aguas del río Jordán, y cómo descubre con sorpresa la presencia de Jesús, formando parte de la caravana que quieren recibir ese bautismo penitencial que, en esencia, era un baño de inmersión en el agua, no para quedar puro y limpio, sino para expresar la «conversión», es decir, el cambio de mentalidad. Era un gesto que se entendía como «el perdón de los pecados», o sea, establecía la correcta relación con Dios. Surge la gran pregunta: «Pero, ¿por qué tuvo que bautizarse Jesús, si no tenía pecado?». Jesús no se bautizó para que se le quitara el pecado. No lo tenía. Se bautizó para solidarizarse con esta humanidad, poniéndose a la cabeza de esta marea humana que camina buscando salvación. Y a la par, en ese momento, la presencia del Espíritu le revela su misión, su singular filiación divina. Y a nosotros, se nos invita a descubrirle, a aceptarle, a seguirle... Con la fiesta del bautismo del Señor, se cierra el ciclo litúrgico de la Navidad. Hay una leyenda que puede servirnos de contraportada: la de la Estrella de los Magos, que les guió hasta Belén. ¿Qué fue de ella? Cuenta esa leyenda que, una vez realizada su misión de guiar hasta la cuna del Niño Dios a los tres soberanos de Asia, la estrella buscó un lugar seguro donde refugiarse. Si seguía resplandeciendo en el cielo, corría el peligro de poner en camino a otros reyes magos y de hacerles creer en la venida de un nuevo Mesías. Necesitaba encontrar un lugar de retiro seguro y pensó en nuestro planeta. Pero, ¿dónde? ¿cómo? Durante largo tiempo erró por los cinco continentes y recorrió todas las islas buscando el lugar adecuado. Hasta que, por fin, una noche de mayo, divisó las montañas de los Alpes y decidió detenerse en ellas, en sus valles de pastores apacibles, con sus habitantes sencillos y buenos. Entonces, dividiéndose en infinidad de pequeñas estrellas fugaces, descendió sobre la cima de aquellos montes. Al día siguiente, los pastores y los cazadores de ciervos encontraron sobre las piedras súbitamente abiertas, unas flores como astros pero de terciopelo blanco: los «edelweis», las estrellas de los glaciares. Preciosa leyenda para una contraportada abierta a la esperanza, al final de las fiestas navideñas. Comienzan ahora los «edelweis» de cada día, las pequeñas estrellas anónimas, perdidas en las montañas, en los caminos, en las veredas: el esfuerzo cotidiano, la ilusión a la orilla de la verdad desnuda, sin luces, sin cantos que diviertan. Es lo que el poeta llamó con palabra metafóricas «el crecimiento de la hierba en la oscuridad de la noche». O lo que es lo mismo: la verdad, el trabajo, el deber sacrificado, la solidaridad entrañable. No olvidemos que hay tambien un firmamento especial para nuestras miradas.

* Sacerdote y periodista