Más que la piel de gallina, se me puso el pellejo de avestruz cuando en la última asamblea de la Federación de Asociaciones de Vecinos Al-Zahara oí augurar a un participante que la avalancha de casas de apuestas en los barrios va a tener en breve consecuencias tan dramáticas para la sociedad, para la convivencia, para los afectados, como aquel drama de la heroína en 1989. ¿Una exageración? Puede, pero el que avisa no es traidor. El caso es que las asociaciones de vecinos de Córdoba y Madrid han iniciado una cruzada para pedir un freno a la proliferación de salas de apuestas, establecimientos que especialmente se están cebando en barrios modestos. Ya se sabe: la esperanza de tener un golpe de suerte es directamente proporcional a las angustias del día a día. Entre las peticiones de este movimiento está un cambio legislativo por parte del Estado y, de entrada, no hay que esperar mucho de ello. Porque, y perdonen tantas dudas sobre la voluntad del Estado respecto a los propios ciudadanos a los que debe servir (y no servirse de ellos), constan malos precedentes. Por ejemplo con el tabaco.

Ciertamente, hay que felicitarse de que la semana pasada se haya aceptado por fin que el sistema público se haga cargo de unos medicamentos que aumentan el éxito en la tarea de dejar de dejar esa droga, como pedían los fumadores desde hace años, un coste para las arcas públicas estadísticamente mucho menor que los tratamientos que después nos cuestan las terribles enfermedades que el tabaco origina. Pero, ¿por qué se ha tardado tanto en tomar esta medida, que tampoco es la panacea? Hay una sospechosa razón. O mejor dicho, más de 9.000 millones de euros de sospechosas razones, lo que el Estado ingresa cada año por impuestos del tabaco. De hecho, esta peligrosa droga es la quinta fuente de financiación del Estado, una institución que produce el narcótico, lo controla, distribuye, fija el precio y del que es el principal beneficiario. ¡Qué casualidad, la definición misma del narcotraficante! Con la diferencia de que el Estado es el único camello que además de venderte la droga se permite la hipocresía y chulería de echarte la bronca por comprarla.

Y tres cuartos de lo mismo podría hablarse del alcohol, del plomo en los carburantes que se sabía nocivos muchas décadas antes de prohibirse, del contenido de azúcares y grasas hidrogenadas en los alimentos procesados... Quizá, incluso, de la permisividad ante el cambio climático. ¿Por qué este doble rasero del Estado en cosas que perjudican a los ciudadanos? Pues, volviendo al ejemplo del tabaco, las propias cifras lo explican: aunque en el futuro a los españoles nos cuesten muchísimos más millones atender a los enfermos del tabaquismo, aquí se piensa a corto plazo, hasta las próximas elecciones y... ¿qué Gobierno renunciaría a unos 40.000 millones de euros en cuatro años de ingresos por el tabaco para cuadrar presupuestos?

En fin, que en la lucha que han comenzado las asociaciones de vecinos en Córdoba y en Madrid contra la proliferación de casas de apuestas va a tener pocos aliados a priori y el Estado seguro que no va a estar entre ellos. Otra cosa es proponer que al menos se suban los impuestos para poder en el futuro atender a una masa de afectados por la ludopatía. Seguro que a eso accede la Administración al momento. Aunque no dejaría de tener también su debate que el Estado se convierta así, además, en copartícipe de la explotación del pobre ludópata y del ludópata pobre.