Desde hace unos años veo en la pared trasera de una casa de mi pueblo una pintada que me produce un cierto escalofrío. Dice: «¡Tú primero, el mundo después!» (el signo de interjección de apertura lo pongo yo, pues el autor, o autora, no ha respetado la norma de nuestra lengua). No se halla en un lugar transitado, pero sí frecuentado por los jóvenes. No sé qué pensarán al leerla, pero estimo que puede tener una influencia negativa sobre algunos de ellos. Esa afirmación tan contundente en defensa de lo particular frente a lo colectivo, me resulta ofensiva para cualquier pensamiento racional, por eso me sorprende que, pasados varios años, no se haya planteado por parte de las autoridades su eliminación, porque estoy seguro de que si algún colectivo hubiese manifestado su queja por considerarse ofendido, de inmediato se habría procedido a hacer desaparecer esas cinco palabras. Por ejemplo, ¿cuánto habría durado si se tratara de algo que un sector de la población estimase que ofendía sus sentimientos religiosos?

Durante mis años de docencia, en la asignatura de Historia del Mundo Contemporáneo de COU, mis alumnos utilizaron un manual de dos grandes historiadores, Miguel Artola y Manuel Pérez Ledesma. En el tema dedicado a los nacionalismos del siglo XIX figuraba una introducción teórica en la cual se resaltaba la diferencia entre el pensamiento romántico y el ilustrado, y afirmaban que el primero se presentaba como la negación del segundo, dado que seguía unas pautas contrarias al uso de la razón, en concreto decían que su método de acercamiento a la comprensión de la realidad tenía como base la intuición y el sentimiento compartido. Siempre insistí en mis clases que observaran una de las frases que aparecía en el contenido del tema: «Frente a dos hombres de distinto color, el racionalista ve dos personas, en tanto el romántico ve un blanco y un negro, dos realidades distintas y en buena medida incomprensibles la una para la otra». En definitiva, se trata de poner el acento bien en lo que nos une o bien en los que nos separa, en lo que nos asemeja o en lo que nos diferencia, en lo que nos acerca o en lo que nos distancia. Si resulta evidente la dificultad para que fuese posible un diálogo entre ilustrados o racionalistas y románticos o nacionalistas, también parece comprensible que hoy día sea muy difícil la interlocución entre los defensores de un modelo político en el que prime lo colectivo frente a aquellos que defienden lo particular. En la reciente historia política española tenemos ejemplos evidentes de esa dificultad, manifestada de modo extremo en el País Vasco y Cataluña, pero también en menor medida con cualquiera de las corrientes nacionalistas que han proliferado en nuestro país, inclusive la andalucista, incapaz de articular un discurso teórico consistente que mereciera la atención de los andaluces, pues con alguna excepción respetable, como la de José Aumente, no fue nunca más allá de expresar el victimismo o el amor a nuestra tierra (el amor tópico tan criticado por los ilustrados).

Hoy la situación más grave es la de Cataluña, donde se ha construido una realidad inventada por la vía del sentimiento, todo ello sobre la base de muchos errores políticos cometidos desde hace demasiado tiempo y que han servido para fomentar el independentismo, frente al cual no cabe sino la vía racional de la defensa del Estado de Derecho, la única que puede hacer que un sector de catalanes se dé cuenta de que su suerte es también la de España, pero para ello sería deseable que PP y Ciudadanos actuaran con mayor lealtad institucional, como de forma reiterada les ha pedido el presidente del Gobierno. Sería la manera de responder a esa parte de Cataluña que, como la denunciada por Azaña en 1937, «se mueve entre la deslealtad y la obtusidad».H

* Historiador