En 1933 el Presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, realizó una visita al Instituto Escuela, un centro educativo de enseñanza media (secundaria, diríamos hoy) creado años antes por la Junta de Ampliación de Estudios. Un grupo de alumnos, que editaba un periódico, quería hacerle una entrevista, y lo ocurrido lo recogió el diario Ahora del 4 de febrero de este modo: «Entre los muchachitos de la clase se redacta un periódico. Sus redactores, buenos mozos de siete a diez años, no quisieron desaprovechar la ocasión que les brindaba la presencia del Presidente de la República y solicitaron, por mediación de sus profesores, permiso para hacer una interviú de tres preguntas al Jefe del Estado. Accedió amable, benévolamente, el señor Alcalá Zamora y previno a sus interrogadores que lápiz en ristre -según ellos debe ser así la información periodística- se disponían a preguntarle, que él, por su obligación constitucional, no podría responder sino con la aquiescencia del Gobierno, y que por consecuencia aceptaba que le preguntasen, a condición de que había de volverse hacia don Fernando de los Ríos para que este diera el beneplácito para la respuesta». Así, un poco en tono de broma, el Jefe del Estado dejaba claro que no podía realizar intervenciones públicas como una entrevista si no era con el beneplácito del representante del Gobierno que ese día lo acompañaba, el ministro de Instrucción Pública.

No siempre las relaciones entre el Jefe del Estado y el poder ejecutivo se desarrollaron en ese tono de cordialidad y con sentido del humor. Desde el primer día de su elección ya había surgido una discrepancia entre Alcalá-Zamora y el presidente del Gobierno, Azaña, pues este defendía que el acto de la promesa, en el Congreso de los Diputados, debía limitarse a recitar la fórmula establecida, mientras que aquel pretendía pronunciar un discurso, del cual entregó un borrador al Gobierno. Se impuso el criterio de Azaña, quien describe en sus en sus Memorias la reacción de don Niceto: «Se inmuta, se disgusta, traga saliva. Me dice que lo corrija yo, y quite lo que parezca mal. Le contesto que iba a quedar reducido a casi nada». Las relaciones entre ambos fueron difíciles, como expresaba Azaña en mayo de 1933 tras una entrevista: «Salgo con una impresión desagradable. Está visto que no nos entendemos. El Presidente no puede aguantar al Gobierno, ni a mí personalmente». No fueron tampoco buenas las relaciones con Lerroux en la presidencia del Gobierno, que se agriaron por problemas políticos como la decisión del Gobierno de conceder la amnistía a Sanjurjo, protagonista del golpe de 1932, que Alcalá-Zamora pretendió evitar, mientras que sí consiguió imponer su decisión de indultar de la pena de muerte a condenados por la revolución de 1934. En Los defectos de la Constitución de 1931 recordaría: «Cuando en abril de 1934 quise atajar los excesos de la amnistía derechista […] se habló de mi dureza, y cuando, meses después, logré evitar los fusilamientos, que habrían significado la irremediable tragedia histórica, el desastre español en Barcelona y en Cataluña, se criticó mi blandura».

Podría exponer otros ejemplos de aquellos desencuentros y discrepancias, si bien lo que me interesa es reseñar las dificultades que pueden existir en un sistema democrático de cara a la convivencia entre dos instituciones, la Jefatura del Estado y el Gobierno, en aquel momento en el marco de una Constitución republicana. De cara a la actualidad, nos puede servir para ser más cautos y no magnificar la ausencia del Rey en Barcelona, por mucho valor simbólico que se le deba dar, sin caer en extralimitaciones, y por supuesto también deberían moderar sus excesos algunos de los ministros de Podemos, cuyo republicanismo me atrevo a calificar, cuando menos, de extemporáneo.