En este país, desde muy lejos, quizás remontándonos a Indíbil y Mandonio o, por lo menos, desde la frustrada Constitución de 1812, si las autollamadas «gentes de orden» no detentan el poder se transforman en los acendrados propulsores del desorden metódico que -faltaría más- lo atribuyen a sus adversarios, con la consideración de enemigos de la única España auténtica, que ellos representan; es decir, la «evangelizadora de la mitad del orbe, espada de Roma, martillo de herejes, luz de Trento, cuna de San Ignacio» (Menéndez Pelayo). Tal actitud, que en la actualidad se concreta montando continuos tiberios, siempre ha desembocado en guerras, intransigencias y retrocesos.

Tal vez, lo antedicho se deba a que las constantes del reaccionarismo hispano siempre han consistido en creerse predestinados para el mando, tergiversar la realidad si no le favorece y apropiarse de emblemas, símbolos y banderas de toda la nación para alardear de ser los únicos que defienden a machamartillo las esencias patrióticas. Por ese camino, se declaran constitucionalistas de talla y pedrigrí quienes abominan del Estado autonómico, consagrado en el Título VIII de la Carta Magna, y repudian el régimen democrático, pues sus líderes -lo proclaman con frecuencia- tienen por guía y paradigma a José Antonio, falangista criado en las ubres de Mussolini, que solo aceptaba la dialéctica de los puños y las pistolas. Toma demócratas constitucionalistas. Ellos y ciertos partidos colaterales se declaran firmes guardianes de la Constitución del 78, pero al verificar determinadas actuaciones se advierte que son constitucionalistas a la carta, porque trocean su contenido y solo se sirven la ración que coincide con sus gustos. No cesan de iterar que el artº 2 funda nuestra Carta Magna «en la indisoluble unidad de la Nación, patria común e indivisible de todos los españoles», orillando que, a renglón seguido, y de manera compatible, «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran».

Olvidan también que en el Preámbulo, redactado por el profesor Tierno Galván, se afirma que la Constitución es «garantía de la convivencia democrática avanzada» y protección de «los derechos humanos, las culturas y tradiciones, lenguas e instituciones» de los pueblos de España.

No podemos precisar en este breve comentario todos los fraccionamientos que hacen de la Constitución. Baste un reducido muestrario. Les satisface el artº 155 que contempla la posibilidad de suspender el gobierno autonómico caso de «que se atente gravemente al interés general de España», pero no les convence el artº 113 -copiado como el anterior de la Ley Fundamental de Bonn- que establece el voto de censura con la posibilidad de investir un nuevo presidente del Gobierno si el Congreso lo decide. Este precepto les desagrada hasta el extremo de haber llamado «ilegítimo» al penúltimo ejecutivo que nació de la forma expresada.

Igualmente, el partido conservador se vale de la Constitución, servida a la carta, para decir públicamente que no pactarán con el Gobierno la renovación del Consejo General del Poder Judicial, cuando nuestra Ley de Leyes, según el artº 122, determina como duración del mandato un quinquenio, que ya ha sobrepasado en funciones más de un año. Esa norma constitucional, como no les interesa, se pavonean de ignorarla porque la renovación significaría perder afinidades ideológicas en el Consejo.

Dichos ejemplos son en el fondo la manifestación palpable de que a diario interpretan a su interés y antojo no solo las decisiones del Gobierno sino también los preceptos democráticos fundamentales que configuran nuestro Estado de derecho y convivencia.

* Escritor