La ciudad en la que vivimos, y que no siempre llegamos a habitar, es donde nos construimos como individuos. El espacio de las oportunidades y de las negaciones, el lugar en el que vamos trenzando vínculos emocionales y de supervivencia, el tiempo que se hace calle, y plaza, y rotonda. La ciudad es donde nos hacemos o deshacemos como ciudadanos y ciudadanas. De ahí la relevancia de las elecciones del próximo 26 de mayo, en las que no solo vamos a elegir a quienes nos representarán en el ámbito local sino también, de alguna manera, un determinado entendimiento de cómo nos gustaría articular en un futuro próximo ese trocito de mundo en el que acaban teniendo sentido todas las cosas. Ese espejo en el que nos miramos cada día y en el que descubrimos pliegues insospechados de nuestros rostros.

Yo votaré el 26-M teniendo presente que la ciudad que quiero y pensando en que quien nos gobierne en los próximos 4 años sea capaz de elevar a Córdoba por encima de un pasado que en muchos casos acaba siendo un lastre, que haga de la ciudad un lugar de iniciativas y de emprendimiento que la alejen del parque temático en el que corre el riesgo de convertirse. Es decir, que más allá de los programas electorales obvios y olvidables, tuviese la lucidez y la energía necesarias para desprenderse de dinámicas que nos hacen reaccionarios y comodones, cómplices la mayoría de un territorio conservador y acobardado, y en el que, por lo tanto, es fácil que se mantengan en sus púlpitos quienes siempre se creyeron los amos. Eso implicará poner límites y restar autoridad a quien no debería tenerla y colocar en su sitio, en su sitio democrático, a quienes todavía parece no haberse enterado de que el espacio común solo puede estar regido por los valores compartidos.

Hace tiempo que dejé de soñar con la utopía de una democracia participativa, o con el horizonte un tanto naif de un movimiento vecinal implicado las 24 horas del día, y no digamos con la capacidad de los artistas para construir imaginarios más allá de sus ombligos, pero sí que sigo confiando en las herramientas de un gobierno representativo que, no nos engañemos, acaba siendo un reflejo bastante fiel de las bondades y miserias de los representados. Por tanto, ejerceré mi derecho al voto siendo consciente del poder que representa y sin renunciar, por tanto, a mi condición de sujeto vigilante y con derecho a exigir responsabilidades a aquellos que han de manejar los recursos públicos. Y desde esta posición espero que quienes se sienten en Capitulares en apenas unas semanas tengan como criterios preferentes la realización efectiva de la justicia social, la redistribución de bienes y recursos y, por supuesto, la ausencia de complicidades con quienes pretenden hacer de la ciudad su cortijo particular. Ello pasa necesariamente por darle un giro ecofeminista, es decir, horizontal y comprometido con la ética del cuidado, a las políticas locales, a los métodos y maneras de gestionar lo común, a las prioridades que marquen la agenda de una ciudad que no puede seguir tan dependiente de la panacea del turismo y de la precariedad laboral que fomenta. Una ciudad que no debería seguir permitiendo que sus mejores talentos se vayan para no volver.

La ciudad que yo quiero, en la que ojalá los árboles acaben ganándole la batalla al asfalto y en la que el ruido de la fiesta dejé de ser el dios que administra a su antojo calles y plazas, necesita menos palabrería y más acción. Menos egos competitivos, dedicados profesionalmente a la política, y más representantes que asuman que lo suyo es un servicio público y no una plataforma para su estrellato. La ciudad que yo sueño es la de un otoño de versos y no tanto la de un mayo en el que tanto aroma de flor me acaba mareando.

* Catedrático de Derecho Constitucional de la UCO