El presidente filipino, Rodrigo Duterte, ha dado orden de disparar a los que violen la cuarentena. No es Duterte uno de esos advenedizos que estos días se excusan en una pandemia para limar las garantías democráticas. Duterte lleva dinamitándolas con ejemplar coherencia desde que subió al poder en 2016: tanto le sirve el plomo contra la droga que contra el coronavirus.

Mis órdenes a la policía, al Ejército y a los comités de barrio consisten en que si hay problemas o la situación desemboca en peleas y sus vidas están en peligro, que disparen a matar, ha afirmado hoy el presidente en una rueda de prensa televisada. No os dejaré que causéis problemas, os mandaré a la tumba, ha aclarado.

El atrabiliario presidente se dirigía a la nación en un momento delicado. El coronavirus había pasado tangencialmente por Filipinas en las primeras semanas pero se ha aposentado en la última. Las 322 infecciones y once muertos comunicados esta mañana elevan la cifra acumulada a 2.633 y 107. Se da por descontado que la falta de análisis ha minimizado la magnitud de la crisis e inquieta su evolución en uno de los países más indefensos del sudeste asiático. Está empeorando. Así que os repito de nuevo que la situación es seria y debéis escuchar, ha exigido. También ha advertido a los de la izquierda de que les detendrá y no les soltará hasta el fin de la epidemia si siguen pateando el avispero social.

Duterte logró del Congreso los poderes especiales para agilizar la respuesta contra el coronavirus. También una ley con una provisión de 4.000 millones de dólares para 18 millones de hogares, pero el reparto se ha retrasado porque aún no han sido elaboradas las listas de los beneficiarios.

Más de la mitad de los 110 millones de filipinos está en cuarentena. Entre ellos figuran los 12 millones de habitantes de Manila y sus arrabales del extrarradio. En Nabotas o Caloocan abundan el chabolismo y la diaria misión de llenar el cuenco de arroz, así que el confinamiento domiciliario aboca a un hambre mucho más tangible que un virus invisible.

Ese conflicto de prioridades emergió anoche en el barrio de San Roque (Quezon). Los empleados en fábricas y en la construcción tomaron las calles para protestar porque no pueden trabajar ni tampoco llegan las ayudas prometidas. Las trifulcas con la policía acabaron con 21 detenciones por ocupación del espacio público sin permiso.

A las declaraciones de Duterte siguió la liturgia habitual con escandalizadas respuestas de las organizaciones de derechos humanos y esforzadas contextualizaciones de sus subordinados. Fueron profundamente alarmantes, juzga Amnistía Internacional. La fuerza mortal y desenfrenada no debería usarse durante una emergencia como la del coronavirus, añade. El jefe de la policía, Archie Gamboa, aclaró después que no dispararán a los revoltosos y aludió a la pulsión hiperbólica de su presidente. Probablemente sólo quería subrayar que se cumplirá la ley en tiempos de crisis, razonó.

Duterte apareció como un tsunami en la esclerotizada e inepta escena política nacional con un discurso populista que prometía acabar con los problemas enquistados. Ya en campaña electoral proclamó que sería feliz si pudiera masacrar a los cuatro millones de drogadictos filipinos, prometió llenar la bahía de Manila de cadáveres, aconsejó abrir funerarias y concedió inmunidad a los policías que dispararan a los adictos. Así ganó las elecciones de 2016 y conserva un apoyo popular masivo a pesar de las miles de muertes de drogadictos o pequeños camellos.

Nada puede con la popularidad de Duterte. Ni sus bromas sobre una activista occidental violada y asesinada en la cárcel, ni sus confesiones de haber asesinado con sus propias manos, ni siquiera haber tildado de idiota a Dios o de hijo de puta al Papa en el país más fervorosamente católico de Asia. En una dinámica parecida a la de Donald Trump, emerge con más fuerza tras cada escándalo.