Antes era un día brillante y festivo, lleno de recepciones, entregas de banderas, desfiles marciales y solemnes declaraciones al que todos acudían bajo el reconocimiento unánime del logro de la concordia. Se compartiera más o menos el oropel, la pompa y el boato. Se reivindicaba con orgullo la marca España. Ahora, pandemia al margen, llega el día de la Constitución como jornada de nublados y quebrantos, de tribulación, sombras e incertidumbres, de cuestionamientos y divisiones. Incluso muchos critican sus contenidos pese a alumbrar el mayor periodo de esplendor y progreso de nuestra historia reciente, y de que la refrendó un parlamento democrático y un referéndum libre con unas mayorías abrumadoras, en un proceso que sirvió de ejemplo en todo el mundo. Hoy, más que desde una exigencia de la sociedad civil, desde el frentismo de los partidos políticos y la insensatez de algunos dirigentes se ataca la soberanía popular, la monarquía parlamentaria, el régimen de las autonomías, la lengua común, la integridad territorial o la independencia del poder judicial. Y se pastelea, por decirlo sin acritud, a cambio de un puñado de votos de nacionalismos insaciables, con la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo como valores fundamentales del Ordenamiento Jurídico, que son los pilares del Estado de Derecho.

Para los discípulos del positivismo de Kelsen, la Constitución es la norma fundante y suprema del Estado, aunque como obra humana sea mejorable. Me pregunto por qué tenemos que estar replanteando nuestro marco de convivencia cada pocos años y si hoy se dan los consensos imprescindibles para hacerlo. Y si a toda costa, aún por la puerta de atrás de normas inferiores y sin consenso, queremos invertir o pervertir dicha norma. La Constitución norteamericana, con sus 27 enmiendas, es del año 1787. La francesa tiene 20 años más que la nuestra y la italiana o la alemana son de tres décadas anteriores.

Tenemos una Constitución social, que pone en el centro la dignidad de la persona humana y los derechos fundamentales de los individuos junto con un extenso catálogo de libertades. Pero la Constitución no solo es una norma, sino un marco de entendimiento, un estilo de concordia, un espíritu de convivencia fruto de lo que conocemos como la etapa de la transición política en nuestro país, la suma de voluntades de generaciones dispares al fín encontradas. ¿Vamos a dilapidar toda esa riqueza como hijos malcriados e irresponsables?

La Covid Constitución pretende el reemplazo de la Constitución de la Concordia. En su escenario perfecto de Estado de Alarma, con el atrezo de una crisis que nos arrastra más que a otros, y con unos actores secundarios que, desde la tribuna del parlamento, proclaman sin rubor que España les importa un pimiento, reforzados en su papel de socios imprescindibles para la gobernabilidad de un Estado al que no quieren. No se puede pactar un proyecto de país con quienes no creen en el país como proyecto, en palabras del expresidente Felipe González. No me gusta esta, mal llamada, nueva normalidad.

Nosotros el Pueblo, únicos protagonistas y dueños de nuestra historia, proclamamos que todas las personas somos por naturaleza libres, independientes e iguales en dignidad, y tenemos derechos innatos que ningún estado ni poder puede desposeer, que la soberanía reside en el conjunto del pueblo del que emanan todos los poderes del Estado.

Que nadie nos envenene ni nos arrebate nuestro deseo de convivir en una concordia fundamentada en aquéllos pilares que la Constitución reconoce y ampara.

* Abogado y mediador