Por la cruz redimiste al mundo». Este ha sido el lema que la Agrupación de Hermandades y Cofradías de Córdoba ha escogido para la Magna Nazarena y para la exposición de más de cuarenta imágenes en la Santa Iglesia Catedral para rememorar así el 75 aniversario de su fundación. Cuatro magnas se ha ido dando cita, en esplendorosas manifestaciones, a lo largo de los últimos años, entre el incienso devocional cofradiero y el aroma de la religiosidad popular: el Viacrucis Magno de la Fe, el 14 de septiembre de 2013; la Magna Mariana Regina Mater, el 27 de junio de 2015; la Magna procesión del Sagrado Corazón, el 30 de junio de 2019, y ahora la Magna Nazarena, en una convocatoria sin precedentes de imágenes de Jesús, provenientes de puntos significativos de toda la diócesis y de la provincia cordobesa, culminando con la exposición, del 15 al 22 de septiembre en las naves de la Santa Iglesia Catedral para contemplación y oración de devotos y visitantes.

Ante la cruz se produce siempre un escalofrío de dolor y de silencio, y ante la cruz de Cristo, el grito de un amor infinito. Dicen los teólogos, siguiendo a san Agustín, que el Dios altísimo es también el Dios profundísimo. Así lo proclama el santo obispo de Hipona: «¡Tarde os amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde os amé! Vos estabais dentro de mí y yo fuera, y por fuera os buscaba...» (Confesiones, X, 27).

Ante nosotros, en esplendorosa y magnífica procesión de fe, la Magna enciende e ilumina las calles y los corazones, mientras Córdoba se convierte en una gigantesca llamarada de amor y de esperanza. Es la propia Iglesia, continuadora de la obra de Jesús, la que tiene hoy que exaltar, entronizar la Santa Cruz en el corazón de sus hijos, de los fieles a Cristo. ¿Tiene todavía la cruz fuerza suficiente para irradiar esperanza, vida, salvación? La cruz sí tiene fuerza suficiente, y la tendrá por los siglos de los siglos, pero en nuestras manos está el testimoniar y propagar la sabiduría que pregona lo que la cruz encierra y significa. La cruz, como faro de la humanidad, sigue ahí, recortándose en todos los calvarios de la tierra, orientando e iluminando en las tormentas, pero también luciendo como aviso cuando el mar se mueve tranquilo. Jesucristo sube a la cruz por coherencia con el reino de su Padre, que había estado predicando durante tres años. Y el hombre, en esa cruz, encontrará siempre un faro de luz que orienta, guía y conduce a buen puerto. Ciertamente, el hombre teme a la muerte. Se pasa su vida huyendo de ella. Sentimos una ráfaga de terror cuando sacude con su látigo a alguien de los nuestros. Y, sin embargo, para el que cree en Dios, morir no es nada trágico, no es saltar en el vacío, ni entrar en la noche. Creemos que morimos, que perdemos la vida. En realidad, es sólo que ponemos la cabeza en su sitio, en las manos del Padre. «En tus manos encomiendo mi espíritu». Fueron las últimas palabras de Jesús en la cruz. «Cae la vida, caen las hojas, todos caemos. Pero alguien recoge estas caídas con sus enormes manos», como escribió Rilke. Las manos de Dios son salvación. No están hechas para condenar, sino para salvar. La magna exposición ofrecerá a todos cuantos la visiten la lección magistral más excelsa, proclamada por los grandes teólogos del siglo XX y hermosamente sintetizada por Romano Guardini: «La esencia del cristianismo es Jesús, amarle, seguirle. No hay doctrina, ni sistema de valores morales, ni actitud religiosa, ni programa de vida susceptibles de ser desgajados de la persona de Cristo y de los que pueda decirse: He ahí el cristianismo. El cristianismo es él mismo. Un contenido doctrinal es cristiano en la medida en que su ritmo viene determinado por él. No es cristiano lo que no le contenga. La persona de Cristo es cristianismo. Y si alguno preguntara qué hay de cierto en la vida y en la muerte, tan cierto que todo lo demás pueda fundamentarse en ello, la respuesta es: el amor de Cristo». Esta es la gran lección, el mensaje infinitamente luminoso que ofrece a todo el mundo la magna exposición de Córdoba, en su catedral.