Colectivo, el ser del teatro se busca a sí mismo en cualquier espacio y tiempo, y sólo se encuentra cuando se reúne bajo el foco de un lugar comprometido con el  arte dialógico. Pensar en colectivo y no en el ego de tu ombligo— insta la Academia de las Artes Escénicas de Andalucía este 8 de julio. Lo colectivo implica empatía y direccionalidad entre cuerpos diversos que, aunque en distintos puntos de la escena, subyacen al hecho teatral, permitiendo a este ser abierto en un discurso de sentidos reversibles. 

Diversas, ocho personas esperan ser prendidas; multitud que es antesala de una soledad pintada sobre un fondo figural, desprovisto de referencias. Ardor es tiempo que se experimenta con un cosquilleo que lo recorre y le hace perder la inmanencia como cuerpo. Los cadáveres de flores rojas se disponen ante nosotros. Estar-siendo pesa demasiado, y sólo el ardor abstrae a todos los cuerpos a una superficie incorporal donde podrá mostrarse como herida abierta que, para ser libre y volátil, deberá desnudarse primero.

Ahora el espacio está privado de tiempo, y sin embargo no está vacío. Las palabras se empujan en dos series cuando la boca se proyecta en el aire o lo hace sobre el micrófono: fuera de él o dentro del cuadro-primer plano flotante, se configura la poética de un grito inflamado hasta expulsarse en forma de soplo. Ardor, estado eterno que exige perder el contacto con la tierra, con el aire, con el mundo, y con el presente. Un signo, fuego por el cuello, pulsión por las manos, fotografía, perro, foca, llama. Historia de la herida, donde el artista Alberto Cortés, como hizo Georges Bataille, rasga el plano de la sociedad a partir de objetos lejanos que se enlazan en frases, seriados en fragmentos, y que dotan a la obra de una continuidad que arde.

Las palabras son la sustancia digital que permanece y danza cuando el cuerpo sólo quiere escapar en un rectángulo vacío, sin sombras y sobre la piel que sufre y ama: El amor, ¡AH!. Las palabras adquieren toda la atención, porque son exhaladas sin necesidad de labios, sólo de diafragma; no necesitan de una estructura previa, sino que huyen del cuerpo con ligeros espasmos de rabia y dolor por ser algo más que comunicación: son poesía soplada, lengua artaudiana. Ya no sé hablar, porque el código ha cambiado, y el soplo se ha separado del lenguaje cotidiano para dejar de ser sentido y estereotipado: ahora él quiere ser significante, es decir, ‘ser’ en todas sus orientaciones posibles. 

Los focos iluminan la horizontal para aislar a la figura de su soledad, duplicándola por los laterales del espacio. Son signos ineludibles de un cambio en la ontología de la figura inflamada: dejará de ser cuerpo para ser silueta. Ellas se reúnen en el centro más superficial y profundo (la piel), para iniciar un abandono conjunto hacia lo salvaje. Mira atrás, al sentido infinito del Antes había que se repite en cortes mínimos. Recuerdos que son cenizas, flores sin vida. Sólo una llama vive: la que está ausente de sí misma cuando salta fuera de la línea del tiempo. Porque el ardor es una flor roja que late cuando el cuerpo cede su foco y desaparece para trascender al margen, como silueta que delimita un cuerpo que se arrodilla y se mueve sin desplazarse; repta y gira para contornear una promesa encendida en la penumbra del último plano. Nuestro ojo alterna el enfoque del cuerpo apagado y del fondo prendido, y es entonces cuando el temblor se revela en el intersticio, como la música y el soplo de una imagen extasiada. 

De esta estética ardida llegamos a una dimensión patética, que no se abstrae todavía del mundo, sino que lo ha invertido para seguir incansable la búsqueda de un corazón en la basura. Los despiertos comienza con la interrogación suspendida en el cielo en forma de luces que se sueñan farolas.

Dirigida por José Troncoso, este teatro quiere saber la hora, aunque no le importa, porque ya no tiene sentido. Lo ha barrido y mientras esperaba la luz del sol, lo ha amontonado por azar para que se emancipe el sinsentido: el tiempo pesa demasiado. El elenco encandila y nos mueve por las calles  de su pena, estrecho pasaje por el que viven sin ser visto por los que no tienen tiempo. Bella paradoja, encarnada con lucidez por el actor cordobés Luis Rallo, en colectividad con Alberto Berzal e Israel Frías, formando un entramado de saltos circulares que acercan al presente los dramas pasados que los sitúan en la noche que no sueña. 

Singularidad de un envoltorio de bocadillo, metonimia del sistema que produce para consumir y desechar en una línea que se retuerce hasta devorarse por completo. Las capas envuelven otras capas, que suceden a las siguientes y que nada esconden, pues son el objeto-símbolo vaciado donde el bocadillo nunca ha estado. La ventana iluminada es el significante de una codificación invertida por ellos, que denota un despierto más que podrá perderse y ensayar alguna noche su propia muerte. Los despiertos andan a pasos más cortos que los que sueñan, porque el tiempo no tiene influencia en su quehacer: se ha invertido y sólo avanza hacia atrás, en breves imágenes-recuerdo de violencia y agresión. Son esclavos de esta pesadez; son seres obsecuentes de una noche que se detiene unas horas para recomenzar su vagabundeo a la caída del sol. 

Falta corazón. Falta tiempo. Falta cuerpo. Sólo queda una silueta discontinua para despedirse de esta alma, que ya fuera de sí dice: Me acabé. Y su nombre se olvida. Sentimos el ardor al mirarnos en su ¿alguien se acordará de nosotros?. Esta obra contemporánea representa la poética de la vigilia que se instala en el sinsentido para sobrevivir, donde la vida está anochecida y por el día, los cuerpos dormidos no tienen brillo: cadáveres que no ven la luna como los despiertos ven el sol.