Cierre de la temporada más enloquecida, pero también la más excelente, de la Orquesta de Córdoba. Se han cosechado tantos hitos a lo largo de ella que, pese a las dificultades, el logro conseguido por todas las personas que hay detrás posiciona a nuestra Orquesta como la institución cultural más seria y rigurosa de toda la ciudad.

En este último programa, alfa y omega de la tradición clásica centroeuropea, aquella basada en explotar la forma sonata y trabajar la tensión descentrando los centros tonales. El alfa fue una Sexta Sinfonía KV 43 de Mozart elegante, de aristas redondeadas, gentil y saltarina, cuyo Andante fue cantado con tanta variedad de acentos sobre el lecho de pizzicatti que trazó, inconscientemente, un arco imaginario entre el Che farò senza Euridice y cualquier de las arias de Cherubino de las Bodas. El omega, de la tradición, de la temporada, fue la Sexta de Bruckner.

Domínguez-Nieto impuso mando en plaza y exprimió todo el potencial sonoro de la Orquesta, que fue mucho —mención especial a los vientos metal—. Y es que aquí hubo una propuesta. Quiero decir, un planteamiento interpretativo para una sinfonía áspera, irregular, que se desequilibra entre sus dilatados primeros movimientos y los dos últimos, problema que Bruckner agudizaría en su siguiente obra, la Séptima. Pero vayamos por partes.

Majestuoso Maestoso, dicho de un solo trazo pero sabiendo diferenciar las secciones. El maestro sorprendió con un control del balance y la intensidad en las grandes explosiones sonoras, tan peligrosas, y que, salvo una excepción, fueron un rasgo general de la propuesta. El Adagio alcanzó picos de insoportables intensidad y dolor, aunque en ciertos remansos líricos hubiéramos deseado una pizca de mayor reposo para saborear el caleidoscopio de sentimientos y bellezas contrastadas que el movimiento atesora.

La excepción vino con el Scherzo, seco y cortante, donde sorprendieron las trompetas lanzadas como martillazos sobre la sala. Sobre el Finale: la inmensa mayoría de interpretaciones recogidas en disco no sabe qué hacer con este movimiento irregular, que suele llevarse con urgencia para dar cumplimiento al cierre de la obra. Aquí vino la revelación. Nunca lo habíamos escuchado tan matizado, llevado con tanta convicción, tan sugerente en su arranque y tan fluido en la manera de llegar a la coda y rematarla con grandeza.

A la salida del concierto un amigo y yo nos preguntábamos por cómo había sonado realmente este fantástico Bruckner, porque, una temporada más y desafortunadamente con esta orquesta, con este director y con este equipo, la estropajosa acústica del Gran Teatro cubrió con un velo el esplendor de tanto trabajo música tan bien hecho.