Vete al Conservatorio Superior de Música porque he visto entre sus estudiantes un gran concertista para nuestra ciudad. Oye el concierto de la Joven Orquesta de Cámara, que interpreta Opus número 3 de Koussevitzky, y úngeme al solista que obtiene maravillosos sonidos del contrabajo. Hice lo que me habían ordenado y me fui a la calle Angel de Saavedra, donde se ubica el Conservatorio Superior de Música de nombre Rafael Orozco. El concertista del contrabajo era un joven risueño, con gafas, corpulento para su temprana edad, siempre sonriente, que estaba guardando un instrumento musical de mayor envergadura que su propio cuerpo. Entró en el escenario para ser ungido por sus compañeros de orquesta y por el público de la sala con grandes aplausos.

Así como Saúl mandó traer a quien bien tañera la cítara para ahuyentar los malos espíritus y hacer el bien, así la directora Encarnación Almansa nos invitó a oír a un joven valeroso, de agradable presencia y de amena disposición para extraer los mejores sonidos de su contrabajo. Como Jesé dio a su hijo, el tocador de la cítara, cinco panes, un odre de vino y un cabrito para Saúl, así la directora nombró al solista su escudero y nos lo presentó sonriente, algo nervioso en sus soslayos y miradas, cargado de emoción en su alma.

Cuando empezó a interpretar el concierto para contrabajo y orquesta de Serge Koussevitzky, el público encontró calma y bienestar y huyeron de la sala los malos espíritus. Nosotros, el público de la sala, éramos como los filisteos a los que el joven intérprete tenía que conquistar. Cuando se adelantó en el escenario nos debió ver como a un gran Goliat con nuestro yelmo de bronce taponando nuestros oídos a los que tenía que despertar y con nuestra jabalina apuntando a su contrabajo; pero el joven concertista en lugar de sacar del zurrón una piedra y lanzarla con la onda a la cabeza de Goliat, desenvainó el arco y empezó a conseguir que nuestros oídos se abrieran a la maravillosa interpretación de la obra del compositor ruso. Como cubierto con un manto especial consiguió enternecernos con la musicalidad que consiguió dar vida al andante del compositor y, al final del segundo y difícil allegro dejó el arco, al igual que David, hijo de Jesé, oriundo de Belén, dejó la espada, para recibir los aplausos de un público entregado a su maravillosa interpretación.

Volví y di cuenta del encargo. Anuncié que oír a David Maimónides era abandonarse al destino de las notas que salían del contrabajo al igual que Saúl se abandonó a las notas de la cítara que acariciaba el otro David; oír a este joven intérprete era estar como anegado de encantamiento, como vivir una realidad que estaba oculta y que surge de los dedos de la mano izquierda de David, instigados por el vibrar de su mano derecha.

Oír el andante era alejar el pesar y la angustia que pudiera haber penetrado en mi espíritu. Las notas que del contrabajo salían en el andante dejaron en la sala una gran serenidad, que es uno de los múltiples rostros del amor; del amor con el que David Maimónides acarició las cuerdas del instrumento grandullón. El tiempo de ejecución del andante, tan amable y tan diluido, se asemejaba a una feliz eternidad.

Este David Maimónides no debe huir de sí mismo como huyera aquel David, hijo de Jesé, de Belén. No debe refugiarse en la caverna sino dedicarse al estudio para un día, como hiciera aquel David que consiguió Jerusalén, también pueda conquistar el templo del Carnegie Hall. Deberá echar lejos de sí a los nigromantes y a los adivinos y dedicarse al estudio consciente y paciente para poder desarrollar todo el talento de su personalidad. Si aquel David llegó a ser rey de Judá este David Maimónides puede llegar a ser el rey del contrabajo en España, con la que sellará su alianza.

Catedrático Emérito

Universidad de Córdoba