Sin cacharritos ni puestos de algodón de azúcar y con dos tenderetes de las típicas campanitas de cerámica (casi vacíos), esencia y alma de esta feria popular. Así se encontraba la plaza del Pocito en pleno mediodía de este domingo, cuando el grueso de vecinos se congregaba en la Iglesia de la Fuensanta, la del Caimán de toda la vida, para escuchar la misa de las doce. Justo al lado, el tablado en el que un rato después empezarían las actuaciones de academias de baile sonaban las cuerdas de los guitarristas en un intento de animar el ambiente. Público sentado de dos en dos en sillas perfectamente distribuidas por una zona entoldada guardando siempre, eso sí, la preceptiva distancia de seguridad. "Esto es una pena", apuntaba una vecina de refilón mientras daba su paseo de rigor, tacataca en mano, más por obligación que por devoción. "Yo le llamo a esto la Desvelá porque de Velá tiene poco o nada" se lamentaba. Conchi, como se llama la improvisada comentarista, continuaba con su discurso: "Los cacharritos le daban vida y ambiente a esto, ahora ya lo has visto, ni familias con niños ni nada, los cuatro vecinos del barrio y los que vienen a ver las actuaciones estas de baile que en cuanto acaban, se van". Y lo cierto es que no le falta razón.

Publico asistente en la mañana del domingo a las actuaciones de academias de baile en la Velá de la Fuensanta FRANCISCO GONZÁLEZ

Un poco más atrás está Pepe, propietario de uno de los dos únicos puestos de campanitas desplegados en la zona y conocido por ser el dueño, junto con su mujer Loli, de las atracciones que hay en la plaza del Zoco. "Yo llevo 72 años viniendo aquí, a la Velá, y nunca en todo este tiempo he visto tan poco ambiente", señalaba. Para este comerciante nato la causa de tan baja afluencia de público está meridianamente clara, "la falta de las atracciones infantiles". Entiende Pepe que las familias con los niños, para él los auténticos protagonistas de esta fiesta de barriada, son los que "dan vida a esto". Y a su juicio, «en la avenida hay espacio suficiente para haber puesto unos cuantos de cacharritos, separados y con las suficientes medidas de seguridad». Sin ellos, sin esas familias, no hay negocio porque los que hay, los que acuden a ver los bailes flamencos, "vienen, ven el espectáculo y se van", subrayaba. Pero hay que estar porque, aunque a cuentagotas, van llegando pequeños con sus padres a hacerse con el tradicional -y casi imprescindible- recuerdo de la Velá. "Nosotros somos del barrio pero nos gusta comprarle todos los años su campanita a la nena, es casi un ritual", afirmaba entre risas Asun. "Tenemos una colección importante ya", le seguía su marido, Andrés. En ese mientras tanto de conversaciones, la plaza se va llenando poco a poco de los feligreses que ya salen de misa y las familias que acompañan a las jóvenes artistas de la Academia Flora e Hija, que con un punto de nerviosismo se arremolinan próximas al escenario que están punto de pisar. Ya para la tarde, los zapateos y los faralaes son sustituidos por las voces de los coros concitados para actuar. Una programación a base de baile y canto que se prolonga hasta este miércoles, día grande y último de esta austera Velá.