Francisco Carrillo probó los efectos de la heroína siendo todavía un niño. Hijo de una buena familia y lector temprano compulsivo, siempre le atrajo aquello que pudiera hacerle experimentar sensaciones nuevas. Curioso e inquieto, empezó a tontear con las drogas a los 14 años, después de leer sobre las maravillas alucinógenas que provocaban ciertas sustancias. Se inició con las pastillas, "las anfetaminas se vendían en las farmacias porque servían para rendir mejor en los estudios", explica. Luego llegaron los porros, que le hacían desconectar y partirse de risa con los amigos. Más tarde, los inyectables, los derivados del opio, los chutes de morfina que le hacían volar y, por último, la heroína, esa promesa de euforia tan irreal como adictiva. Esa brutal promesa de felicidad.

"En aquella época, nadie sabía los efectos de las drogas a largo plazo ni que el consumo enganchaba de esa manera y mucho menos habíamos oído hablar del síndrome de abstinencia", recuerda con la mirada perdida, "nosotros éramos jóvenes inconscientes de familias bien, buscábamos el riesgo, lo peligroso. Mi padre trabajaba en la banca y era un hombre de mente muy abierta, tolerante, él no imaginaba cómo acabaría la cosa". Los coqueteos constantes con la droga terminaron desviando al joven Francisco de los estudios. "Repetí segundo de BUP cuatro veces". De la noche a la mañana, la vida de Paco se volvió del revés, como un calcetín. "Dejé de estudiar y me dediqué a buscar trabajos con los que conseguir dinero para pagar la droga". Empleos de baja cualificación que duraban poco y no daban para mucho. "Cuando me hacía falta, le cogía dinero a mis padres, vendía todo lo que pillaba, buscaba donde fuera, incluso llegué a robar, pequeños hurtos que me llevaron a la cárcel", comenta al tiempo que añade que una de las veces ni siquiera hizo nada, "me pillaron en el momento y el lugar equivocado".

La adicción a las drogas se volvió insostenible y, fuera de control, intentó salir del túnel, siempre con el apoyo incondicional de su familia. "Empecé a consumir muy joven y cuando quise dejarlo ni siquiera había centros donde poder desintoxicarte", explica sincero. Su existencia se convirtió desde ese momento en un continuo peregrinar por instituciones de todo tipo. "Estuve ingresado en Valencia, en varios lugares fuera de España, en centros de pago, en otros públicos, en El Patriarca... incluso me metieron en el psiquiátrico porque Carlos Castilla del Pino era amigo de mis padres y pensaba que igual allí podría salir, pero aquello era más fuerte que yo". Y todo fue en vano. De hecho, ha perdido la cuenta de las veces que fue ingresado para curarse sin éxito.

La solución definitiva llegó hace menos de una década. "Gracias a la metadona, conseguí quitarme, pero muy poco a poco". Nada menos que ocho años tardó en desintoxicarse del todo, durante los cuales trabajó en una red de artesanos, estudió informática y hasta fue profesor de autoedición y diseño gráfico. Con casi 40 años, aún en tratamiento, se casó y tuvo un hijo, un intento de formar una familia estable que acabó en fracaso. Fruto de aquel nuevo derrumbe, cayó en el alcohol. "Fue entonces cuando me enamoré de una mujer peruana por internet y me fui a Perú, donde acabé ingresado por alcoholismo". Cuando su segunda esposa se quedó embarazada, decidieron volver a España. "Nada más llegar, me metí en Acali (Asociación Cordobesa de Liberados del Alcohol)", recuerda, "si te digo la verdad, no sé si es más difícil dejar la heroína o el alcohol, que está por todas partes, al alcance de cualquiera, siempre".

A punto de cumplir los 50 años, Francisco está limpio. Las drogas duras y las blandas salieron de su vida hace tiempo y aunque ha habido alguna recaída y el miedo nunca se pierde, está convencido de no querer pasar de nuevo por aquella pesadilla. Entregado a su familia, trabaja desde hace tres años en la empresa Solemccor, dedicada a la recogida de cartón. "No es una empresa normal, aquí saben nuestra historia y nos entienden".