Opinión | Memoria del futuro

Los discursos de la nada, la antipolítica y cómo desescalar el conflicto

Empecé a redactar este artículo y de pronto caí en la cuenta de que, una vez más, lo escrito iba sobre la razón que asiste a unos y la sinrazón que acompaña a otros. Escribir sobre los argumentos y los puntos de vista de cada parte para tratar de explicar la espiral de degradación progresiva en la que ha ido cayendo nuestro debate político conduce a la frustración y la melancolía. Se arrojan los argumentos como armas dialécticas que generan una situación de tensión social en la que no hay lugar al encuentro.

Creo que la historia de veinte años para acá la conocemos todos, otra cosa es que cada uno la interpreta a su modo. Voy a desistir de tratar de convencer a nadie. Creo honestamente que los hechos transcurrieron de un modo que supuso embarrar el discurso político, para pasar de la descalificación al insulto puro y duro, y así subir y subir la épica discursiva de la nada para generar un espacio antipolítico en el que no se debate de lo sustancial sino de lo adjetivo. Conseguido el propósito de olvidar los problemas reales de los ciudadanos, las propuestas de soluciones, las políticas de gestión, los retos inminentes, se tapan bajo la intrascendencia de la palabra malsonante, el descalificativo soez, el ataque personal. Así, la política deja de interesar a la mayor parte de los ciudadanos y se transforma en algo que provoca rechazo a la mayoría de la ciudadanía que está en su vida, en la tranquilidad o intranquilidad de sus problemas diarios.

En mi opinión, todos han contribuido a ese escenario, pero, también en mi opinión, unos más que otros y unos con más razón que otros. Si bien, ahora ya no es el momento de arrojar culpas. Todos deberíamos empezar por abandonar esa dialéctica. En gestión de conflictos y mediación llega un momento en el que no cabe tratar de dar la razón a una de las partes o convencer a la otra de que sus razones no son correctas. Hay momentos en los que cada uno tiene su punto de vista y difícilmente va a renunciar al mismo. Ese no es el cometido de quien trata de mediar o de las partes que tratan de construir las bases de un acuerdo. La finalidad de la gestión pacífica de cualquier conflicto es, en primer término, desescalar el conflicto. Y en esas deberíamos estar. De momento, no debemos aspirar más allá que a generar un nuevo estado de las cosas en el que lo último sea continuar en esta estrategia endemoniada. Es necesaria esta premisa para situar la cuestión en sus justos términos, y dejar de criticar a unos y a otros por construir una estrategia discursiva que no conduce nada más que a generar una tensión, en la que la ciudadanía asiste entre la indiferencia y la indignación, a ratos.

En esa turbia atmósfera se puede caer en el mal de identificar democracia con antipolítica y política con barriobajerismo. Ahí, solo hay unos beneficiarios: los enemigos de un sistema que se desprestigia a sí mismo. Ni siquiera tienen que aportar críticas, no les hacen falta. Dejan hacer a los partidos tradicionales, los cuales terminan desgarrando el debate político con insultos y arrojan inmundicia verbal que resbala al adversario, pero que deja un poso de descrédito difícil de combatir desde el contrario.

¿Qué hacer? ¿Dónde debería fijarse un límite a esta dinámica de escalada verbal? Puedo coincidir en la apreciación indicada de que quien abrió primero los ataques tuvo en origen una mayor responsabilidad en la actual situación, pero ahora esto ya no es argumento suficiente para mantener un clima que aleja al parlamento de una sociedad que, en definitiva, es su razón de ser.

Sé que por mucho que escribamos está todo tan crispado que es difícil hacerse oír, pero por una cuestión de responsabilidad cívica es necesario, al menos a quienes tenemos oportunidad de hacerlo, exponer otro discurso. Creo que hay muchos actores implicados en este ejercicio de pacificación de la vida pública y podríamos recopilar unas elementales medidas a adoptar. Empezaría por una fundamental en una democracia: el cumplimiento de la ley y su modificación cuando sea necesaria cumpliendo los trámites que la propia norma Constitucional establece y por los órganos correspondientes. Respetar la separación de poderes, pero por todos los poderes que, además, deben someterse a la propia ley y asumir en lo privado y en lo público el debido decoro institucional y el respeto a todas las instituciones y a todos las que las encarnan. Ni los políticos haciendo de jueces, ni algunos jueces haciendo política. Los juristas sabemos que el Derecho se puede retorcer y que, no siendo ciencia exacta, merece al menos un sentido de justicia, probidad y honestidad que, a veces, se echa en falta. Que ellos y todos, políticos y ciudadanos, cumplamos la Constitución, pero no a trozos, sino íntegra y todos y cada uno de sus mandatos.

Los medios de comunicación profesionales, tienen una misión fundamental en una democracia: informar y controlar al poder, pero distinguiendo legítima opinión de información. No dar pábulo a bulos ni a falsedades, asumiendo el compromiso de arrinconar a los pseudomedios que llenan la red de basura y mentiras que, a la postre, también les perjudican a ellos. Contribuir todos a desmontar las noticias falsas, dejando al descubierto en sus páginas todas ellas, para que el ciudadano tenga una información veraz que le ayude a formar su opinión.

A la sociedad en general, pido abandonar a los que nos llevan al precipicio autoritario. Dejemos de contribuir a difundir los rumores y las mentiras y asumamos el compromiso de comprobar mínimamente la veracidad sin dejarnos arrastrar por el titular llamativo, no dando fiabilidad a medios que carecen de cualquier seriedad y honestidad informativa.

Y, por último, ¿por qué no dejan de buscar votantes en los extremos y los buscan en el centro? Allí hay una mayoría anhelando un discurso esperanzador.

*Catedrático de la Universidad de Córdoba

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